Versión del editorial propuesto por Vitico Santaella, autor también de la ilustración que lo decora.




A Vitico Santaella, por supuesto.

Malkovich, Malkovich, Malkovich…

El chino es antiguo, calvo y es chino y es Malkovich. Alguien excava allá afuera. La nave debe estar en algún lado, la nave de los Chang, en el Ávila. Una conversación telefónica. Aló, aló, aló, y como en un cuento de Cortázar, sólo números. ¿Dónde acontece una conversación telefónica?, se pregunta Pierre Lévy en su libro ¿Qué es lo virtual?, y nosotros nos preguntamos, ¿dónde estamos en esta historia?

Malkovich, Malkovich, Malkovich, dicen los otros Malkovich señores, señoras, niños y niñas en el restaurante de allá afuera. Acá, en la cocina, el chino calvo y antiguo se pone de pie de un salto y dice:

—Soy virtual, sueño y soy virtual y no estoy acá. Lo virtual es desterritorialización, y también creatividad. Lo virtual es creativo, porque lo creativo siempre se mueve sobre la problemática.

Suena una campana de boxeo. La gente grita en el inmenso recinto que parece al inicio de la película Los inmortales, ¿se acuerdan? En este lugar no-lugar Pierre Lévy se enfrenta a Juan (¿o será Jean?) Baudrillard. Baudrillard tiene una bomba atómica tatuada en la frente, Lévy una carita feliz en la parte de atrás del short de boxeador.

Malkovich, Malkovich, Malkovich…

En la cocina, el viejo trota a pesar de sus mil años, y va diciendo:

—Los Chang engañan a todos, están y no están. Sueñan y no sueñan. Su secreto es profundo. Piensen en la caverna de Platón, en las sombras, en la realidad inteligible, en la realidad sensual. ¿Tienen alguna opinión? Opinar es errar. Sin embargo, imaginar es imaginar. La imaginación no está en lo correcto ni tampoco se equivoca, es otra forma de verdad.

Malkovich, Malkovich, Malkovich…

Si abres la puerta del restaurante, te encontrarás con una calle oscura, allí, frente al bar Topeka, un muchacho se queja:

—Pero es que este perico es marrón.

El interpelado, un hombre con la cara de niebla, dice:

—Todo está en la mente, mi pana, todo está en la mente.

Como en Inception, un tren entra en escena y se lleva por delante al muchacho y al dealer. La bolsa de polvo marrón, abierta, deja escapar el polvo marrón y éste flota en al aire, como nieve, ahora blanca, o como ceniza, de Chernobyl, que parece nieve pero no es. Y le dice Pierre Lévy a Juan Baudrillard:

—Mira ahí.
—¿Dónde? —esto por supuesto lo pregunta Baudrillard.
—Allá, en el estallido de la orgía.
—¿Dónde?
—Ahí, vale, ahí. Ahí es ahí.
—¿Ah?
Dasein o existir.
—¿Ah?
—Existir procede del latín sistere, estar situado, y del prefijo ex, fuera de.
 —¿Ah?
—Existir es estar fuera de algo. ¿Fuera de qué?
—¿Ah?
—Se puede existir en lo virtual.

Baudrillard, confundido, baja la guardia, y así Lévy le propina en un gancho derecho en la mandíbula. Uno de los testaferros Chang dice:

—Este pequeño diálogo es para que vean que nosotros sí hemos leído a Pierre Lévy.

En el restaurante chino, la gente Malkovich se mueve inquieta. Comen desesperados, se paran al baño, algunos se masturban bajo las mesas.

Malkovich, Malkovich, Malkovich…

El viejo que ahora tiene cara de Pierre Lévy, y también cara de Juan Baudrillard, sigue diciendo:

—La verdad más profunda sobre los Chang ha sido incrustada en los juegos de video. El jugador que los manipula ignora que la historia se encuentra hábilmente disfrazada, escamoteada, sublimada. Esa verdad se mueve en el inconsciente, puede que algún día salga a frote, a manera de un sueño, a manera de una revelación mientras se maneja o mientras se está en el baño. Quien llega a vislumbrar esta verdad, enloquece.

En alguna parte, una voz dice:

—No se descuiden en caricias, que los hermanos Chang abrieron un cibercafé, y tienen malas intenciones.

Se abre una puerta. Se oyen un da dun da dun da dun. ¿Duda alguien? Los tatuajes de un hombre cobran vida y se vuelven monstruos hentai que envuelven curvilíneas espías japonesas llamadas todas Nelesis. Suena el tema de Misión Imposible y luego Paul Anka canta y se vuelve joven y se vuelve viejo. Una negra canta, en la ventana una mujer se desdibuja. Se despierta un hikikomori y piensa en tres Murakami. Se despiertan los tigres extraterrestres y devoran corazones negros. Alguien va al sicoanalista, y convierte su verdad en un mundo virtual con sabor a sofá de sicoanalista. Una lengua lame el sofá. Alguien recuerda su infancia, un aparato de video, y es como si presenciara una vida fuera de su vida. Alguien enciende un yesquero en forma de pistola y quema unas alas, alguien no se atreve a abrir un correo por miedo al vacío. Alguien desde su búnker lanza un video al mundo.

Alguien dice Malkovich, Malkovich, Malkovich…

Alguien sigue buscando la nave de los Chang en El Ávila.

Unos dedos sobre el teclado en el nuevo negocio de los hermanos Chang.

Adelante, pase, y cuidado con la locura, dice Pierre Lévy, o quizás Juan Baudrillard, o quizás el chino más viejo del mundo. Da igual.


Fedosy Santaella y José Urriola (encargados del cibercafé Cyber Chang)





ATENCIÓN. ATENCIÓN.

AL LLEGAR AL FINAL DE ESTA PÁGINA, LOS CHANG NO TERMINAN.
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La importancia de llamarse Nelesi

Nelesi G. Rodríguez T



Nunca me gustó mi nombre, porque es feo, porque me hace más hija de mi mamá que mi segundo apellido, porque la gente nunca lo pronuncia bien a la primera y porque suena a Belice, a Malasia, a demencia y a Yuleisy.

Lo único que me ayudó a sobrellevarlo durante más de veinte años fue algo que, con total certeza, me dijo mi profesora de preparatorio cuando me encontró presentándome como “Gabriela” a los otros niños de salón:

—Tienes que estar orgullosa, porque nadie más en el mundo tiene tu nombre. Sólo tú eres Nelesi.

Desde ese día, ser la única Nelesi en el mundo fue para mí más que razón suficiente para querer llamarme así. De pequeña pasaba horas hojeando la guía telefónica, me encantaba nunca encontrar mi nombre en ella. Lo que la humanidad busca durante toda la vida, yo lo había logrado el día mismo de mi nacimiento. No era la más alta, la más bonita, ni la más inteligente, pero me llamaba Nelesi.

Un día, sentada frente a la computadora, el cajetín del buscador de Facebook se me hizo una versión más moderna de las páginas amarillas. Me divirtió la idea de volver a jugar…

Nelesi Enter

Personas (2 resultados):

Nelesi

Nelesi Tamara Flores Retamal

—No. No, no, no, no...

Clic.

Ver fotos de Nelesi (28)

Fecha de nacimiento:
07 de julio de 1990

Amigos
26 amigos

Ese día descubrí que las páginas amarillas no eran el mundo y que yo no era la única Nelesi. Estabas tú, mucho menos ilusa que yo (o al menos con profesoras de preparatorio más sensatas), enterada de que debías poner tus dos nombres y tus dos apellidos para que no te confundieran.

Sentí una rabia tan fuerte que me recordó la gastritis del año pasado. No quise saber de dónde había salido tu nombre, ni me interesó conocer qué tipo de personas somos las Nelesis (tengo la certeza de que todas Carolinas son antipáticas). Me encontré siendo cualquier persona y odiando mi nombre con más fuerza que nunca.

Esa noche, soñé que te mataba.

Cuando me desperté, fui directo a la computadora. Dediqué toda la mañana a mirar tu perfil. Volví al mío y cambié mi información por la tuya: Nelesi a secas por Nelesi Tamara Flores Retamal; el rock argentino por el reguetón, mis 3 amigos de perfil recién abierto por tus 26, y lo más importante, mi foto por la tuya.

Tuve que aprenderme tu jerga chilena, y contrario a lo que pensé, se me hizo más difícil que escuchar reguetón. Recuerdo que el primer amigo tuyo que te (¿me?) escribió fue un tal Chang, que de chino tenía sólo el apellido y esa extraña costumbre oriental de salir en todas las fotos haciendo “paz” con los dedos. Esa vez, quise cerrar la ventana, cerrar el perfil para siempre y olvidarme de todo. Pero llevaba dos semanas preparándome para hablarles, y tú nunca te conectabas —ni siquiera te habías enterado de que te estaba copiando. Llevaba todas las de ganar.

Pasaron dos semanas más. Cuando una noche comprobé que todos me escribían a mí y nadie a ti, supe que había llegado el momento: Te denuncié como un perfil falso y, aunque me sabía tu dirección de memoria, no sé por qué la anoté en la libreta antes de salir de la casa.

Esa noche, soñé que te mataba.

Nelesi Enter.

Personas (1 resultado).

Ésta es la bestia

Roberto Echeto


(Tigre de Carlos Zerpa)

La noche cayó torcida. Una parte del valle lucía tan oscura como la voz de la muerte; la otra mostraba en el cielo las manchas de una acuarela tóxica.

La luz roja se encendió. La voz del piloto nos dijo que nos acercábamos al pueblo y que, en cuanto encontrara un lugar seguro, aterrizaría.

Alguien abrió la puerta de la nave. Un robot, que recibió sus órdenes encriptadas en una señal de radio, sacó el cañón de una ametralladora gigante. Entre el arma y el artillero metálico pude observar un conjunto de luces que brillaban en el horizonte. Cuando estuvimos a pocos kilómetros, apareció el baile amarillo del fuego entre los edificios.

Ya sobre Brownell, mis compañeros vieron los destrozos de los que les hablé con lengua verde y temblorosa. En el pueblo había ríos de sangre por todas partes; piernas, vísceras, brazos, torsos y cabezas regadas entre autos apelmazados, como en una pesadilla mitológica. Los tigres extraterrestres entraban y salían de las casas, rugían y escupían bilis. Sin embargo, lo que más me horrorizó, no lo vi mientras volaba sobre la arquitectura herida de aquella pequeña localidad ahogada en el caos. Cuando has estado en varios frentes y te has preparado para morir en cada uno, la sangre no te impresiona tanto como encontrar una anomalía en medio de las ráfagas. Ver a soldados jugando a las cartas, comiendo y hasta bromeando en medio de los más increíbles tiroteos, siempre te hace pensar que el mundo es un manicomio esférico que flota en la nada. Algo parecido, pero aún más impresionante, fue el espectáculo que se desarrollaba en el centro de Brownell. Ahí, en el lado norte de la plaza, muy cerca de donde estaba la ristra interminable de cadáveres desmembrados, había un grupo de niños vivos y aterrados que lloraban porque un sin fin de bestias rugía a su alrededor.

La anomalía era ésa: los niños seguían vivos.

Hace un mes cayó un meteorito cerca de las montañas de Astor. Los partes se habrían limitado a reseñar el acontecimiento, si la piedra plateada del tamaño de un edificio de once pisos no hubiese venido habitada por unas criaturas rojas semejantes a tigres que medían cinco metros y tenían dos cabezas.

Antes de continuar, aclaremos algo: no soy, en el sentido literal, un soldado. Soy un reportero gráfico, un fotógrafo, cuya misión es dejar constancia de todo lo que ocurre en el frente de batalla. Esta vez me tocó lidiar con extraterrestres, pero he estado en Belgrado, Bagdad, Seúl, Jerusalén, Puerto Príncipe, Abuya, Mogadiscio, Freetown y en otros lugares donde no fui testigo de ataques marcianos, como en esta oportunidad, sino de atrocidades cometidas por seres humanos sobre seres humanos.

Hace tres semanas vine con la brigada del ejército que, con arrogante banalidad, pretendió tomar el cráter. Ese primer acercamiento fracasó. Doscientos efectivos se desplegaron a su alrededor y a todos les tomó por sorpresa que los tigres rojos salieran de la gran piedra y los atacasen o, mejor dicho: que nos atacaran, porque las bestias se lanzaron sobre nosotros y convirtieron en morcilla la arenosa pradera. Ahí quedaron los cadáveres despedazados que los monstruos devoraron hasta los huesos.

La mayoría de las imágenes que logré capturar esa madrugada fueron tan aterradoras que en los periódicos del mundo entero sólo publicaron dos. En una se veía el cráter con la enorme roca en el medio y, en la otra, un robot al que le faltaba un brazo, le disparaba a uno de los monstruos.

La verdadera carnicería nunca salió (ni saldrá) a la luz.

Nadie vio aquellas fotos en las que un hombre era despedazado entre las dos bocas de uno de los monstruos, ni la de un soldado que se vengaba de la muerte de su compañero volándole el trasero a una bestia que empezó a rugir y a dar vueltas mientras perseguía su propia herida sangrante. Tampoco vieron cómo el verdugo de aquel culo extraterrestre fue atrapado y despedazado con desesperación en cada giro, hasta que el monstruo no tuvo fuerzas y se desplomó como el tambor de un revólver que cesa su giro en medio de una ruleta rusa. Nadie vio al robot que, aplastado por unas garras de hielo, le disparó sin querer a sus propios compañeros, ni a la oficial que fue azotada, como una botella vacía, contra las piedras porque se le atravesó a una de las bestias para destruirle ambos cuellos a balazos. Tampoco vieron al soldado que, por inercia, caminó sin cabeza varios metros o a la mujer que murió aplastada porque su víctima extraterrestre le cayó encima.

Esa noche los tigres no volvieron al meteorito ni se solazaron en la provisión de carne que habían cazado en la víspera. Por el contrario, avanzaron por el campo, atacaron al ganado, se comieron a los perros y a los pocos granjeros que trataron de defenderse disparando sus miserables escopetas. Luego se dirigieron a Brownell y causaron los destrozos de los que hablé hace rato. Sus ansias eran de tal naturaleza que tenían que acabar con todo, como si su señorío aumentara en la devastación.

Yo fui uno de los sobrevivientes de la primera batalla. Como pude, me escondí detrás de unas piedras para hacer mi trabajo. De pronto, una de las bestias lanzó sobre mí a un robot al que le arrancó, de un mordisco, su morral lleno de provisiones y parte de su espalda. Un K-22.0 Modelo de Asalto, me cayó encima, pero se quedó inmóvil, protegiéndome el tiempo suficiente como para que el monstruo que lo atacó siguiera su camino entre la manada.

Así fue como me salvé de aquel festival de mordiscos.

Después de vomitar con desesperación, me di cuenta de que el robot tenía todos sus terminales en funcionamiento y de que su cerebro estaba listo para cumplir órdenes. Así nos hicimos de un jeep, de un par de ametralladoras y de un lanzallamas, y nos fuimos detrás de los gatos espaciales. Como se me hacía raro andar con un robot sin nombre, lo bauticé Capa, en honor a un sujeto que murió haciendo lo mismo que yo, aunque él fuera un artista con mayúsculas y yo un pobre idiota que pretendía fotografiar a unos extraterrestres.

Sobra referir lo que encontramos a nuestro paso. Todo fue muerte y destrucción hasta que llegamos a Brownell. En el pueblo, como ya conté, los tigres entraron a espuertas y lo destruyeron todo con una precisión que ya quisiera para sí cualquier ejército.

Capa y yo abandonamos el jeep a medio kilómetro del pueblo. En el camino nos enfrentamos a dos de los gatos. A uno lo mató el robot, disparando sus dos ametralladoras en las fauces infestadas de puñales. Al otro lo incendié con un chorro de fuego eléctrico, no sin antes incendiar también el vehículo en el que viajamos.

A paso lento, y mudos como hormigas, entramos en Brownell. Poco a poco recorrimos las calles por las que ya habían dejado su rastro de sangre los tigres que rugían en otro rincón del pueblo.

Yo quería tomar más fotografías; quería concentrarme en la manada, ver cómo se comportaba, saber si había algún líder o si tanta destrucción era obra de un impulso colectivo sin propósito ni norte. También deseaba observar si las bestias tenían algún detalle que nuestras fuerzas pudieran utilizar en su contra.

Mientras los monstruos irrumpían en las casas, daban cuenta de sus habitantes y se afanaban contra los enseres domésticos, Capa y yo entramos a un edificio blanco de paredes rugosas con el único objetivo de alcanzar su azotea e ir de techo en techo hasta llegar al punto de reunión de los monstruos. Sin embargo, cuando íbamos por el quinto piso, escuchamos unos gritos infantiles en el interior de un apartamento anegado en sangre.

En el lugar todavía reinaban dos platos de tallarines, una fuente llena de albóndigas y una botella de Coca Cola. Pasamos a la habitación desordenada donde lloraba una niña de dos años y nos quedamos helados cuando vimos a una de las bestias de dos cabezas a su lado, ensimismada, sin tocarla ni mostrarle la salvaje arrogancia que su especie había derrochado desde su llegada a la Tierra.

La niña estaba ahí, llorando, con todo su cuerpo vuelto un nudo en una de la esquinas de su cama, mientras la bestia bajaba sus cabezas hacia ella, quién sabe si para tratar de comprenderla.

Capa no emitió ninguno de sus murmullos bruñidos ni chistó ni preguntó. En un parpadeo, oí el accionar de una de sus ametralladoras y, frente a nosotros, la bestia recibía la ráfaga de proyectiles en su cuerpo tembloroso. Mientras una cabeza nos miraba sorprendida, la otra seguía obnubilada en la contemplación de la niña que gritaba con más fuerza que antes.

¿Por qué ese maldito gato de dos cabezas no dio cuenta de la pequeña como hizo con sus padres y con otros tantos vecinos de aquel edificio? ¿Por qué no nos atacó? No lo sé. Algo se interponía entre los instintos de la bestia y sus acciones.

Sin pensarlo, tomé a la pequeña, le ordené al robot que me abriera paso en aquel infierno y que no permitiera que nadie nos detuviera. Al salir a la calle, había unos cuantos tigres rodeando el lugar, pero al ver que llevaba a una niña en mis brazos, todo el solipsismo destructor que los movía se desvaneció y dio paso a una rara parálisis.

La manera en que levantaban sus cabezas y movían sus narices de arena denotaba una novedad, una sorpresa, un algo para lo que no tuve ni tengo explicación.

Capa, la niña y yo salimos de Brownell. Ningún monstruo nos siguió. Así que pudimos abordar en paz un helicóptero silencioso que nos dejó en el Fuerte.

****

Hoy he vuelto al pueblo con las unidades que tienen la misión de contener la amenaza extraterrestre.

Nunca creí que alguien más hubiera sobrevivido en Brownell, pero el espectáculo de esos niños atrapados en un punto de la gran plaza derrumbó mi fe en el horror.

Era obvio que la que rescatamos Capa y yo, no era la única niña en el pueblo y, si los gatos la respetaron a ella, ¿por qué no habrían de respetar a los demás?

Estando en tierra y preparando mi equipo fotográfico, vi cómo descendieron otras cuarenta y siete naves de plata y dejaron a los soldados y a los robots tomando posiciones detrás de una torre de autos calcinados. El ataque de las bestias parecía inminente. El plan que se divulgó con rapidez consistía en soportar la embestida de los monstruos en el lado sur de la plaza, mientras un helicóptero oscuro, y bien artillado, aterrizaba en el lado norte y rescataba a los pequeños.

Y así fue.

La carga se produjo a las siete y veintidós. Lo supe porque ésa era la hora que marcaba la pantalla de mi cámara. Ahí, enmarcados en ese pequeño cuadrado de cristal, estaban los vestiglos, corriendo hacia unos hombres asustados que los esperaban envueltos en armas de todo calibre.

Y muy pronto comenzó el combate.

Esta vez las bestias no fueron más rápidas que los disparos. A los rugidos aterradores se sumó el canto, esta vez certero, de las ametralladoras y las explosiones de las granadas. La sangre de los tigres de dos cabezas se mezcló con las de los humanos que caían partidos en dos o aparecían gritando entre las iracundas fauces. Sin embargo, algo frenaba a los monstruos. Algo hacía que pelearan distraídos, que los humanos y que los robots se les escabulleran entre las patas y les llenaran el vientre de balas explosivas.

Sólo cuando el helicóptero oscuro aterrizó, comprendí que ese algo eran los niños.

Al verlos abordando la nave, varios de los tigres se devolvieron al lado norte de la plaza, emitiendo chillidos que evocaban lunas de otros planetas. Los soldados aprovecharon ese instante para descargar con saña su variado arsenal y más de una bestia corrió envuelta en llamas azules hacia el helicóptero en el que ya volaban los pequeños.

Todos sus esfuerzos fueron vanos. Las armas de los terrícolas se multiplicaban, despedazando los músculos unánimes de las bestias que fueron menos que las balas, que los robots de plata y que los chorros de fuego líquido. Ahí, en medio de la ola de sangre que los fue cobijando, los tigres de dos cabezas intuyeron por última vez los limos de Saturno, las arenas de Júpiter, las rocas venusinas; olieron los gases que emanaban de las bombas mortíferas y tuvieron el recuerdo de las ubres ladeadas de sus madres bífidas, del líquido amniótico en el que se formaron como criaturas o en el que viajaron a través del tiempo y del espacio en la piedra o huevo que cayó sobre la Tierra.

Nunca se supo con exactitud por qué los tigres interestelares no atacaron a los niños de aquel pueblo.

Quizás se supo, pero jamás se divulgó. ¿Para qué?

El ejército no dejó un solo extraterrestre vivo y sus armas pulverizaron la roca con todo y cráter.

Los ministros se sintieron en la obligación de dejar en claro que a la única especie a la que hay que temer, aquí o en cualquier punto del universo, es a la humana.

Y ése fue un mensaje que se escribió en la Tierra con la sangre de cientos de tigres de dos cabezas.

No subject

María Ignacia Alcalá





Nunca antes había tenido a quien escribirle.


A ella la conoció durante un viaje largo. Le tocó vivir una temporada solo en un lugar mínimo, donde se terminaba siendo vecino de todo el mundo. De todas las heridas que se ha hecho (porque viajar no es sino irse hiriendo de hermosura) ésta duele más y no se cura. Antes de despedirse ella le pidió que se escribieran y le mostró lo fácil que era. Lo difícil se iría descubriendo poco a poco.


Nunca antes había tenido a quien escribirle, ni sabía lo que era esperar frente a una pantalla.


Ella tenía un tatuaje que no se revelaba si estaba vestida. Era un sobre cerrado, con todo lo de adentro como una promesa. Las primeras semanas la vio siempre de lejos, o de cerca pero brevemente, para no exponerse demasiado. Luego un día ella se sentó a su lado en una clase. Lo tomó como una señal. Miró al frente un rato y luego se inclinó para decirle algo. El verdadero secreto estaba en la cercanía de su boca. Iba pronunciando poco a poco, tomando el tiempo para escoger las palabras que más se parecerían a besarla. Ella asintió varias veces. Y ya no dejó de hacerlo hasta que se separaron.


En los primeros correos (que fueron muchos, como para compensar con el tecleo no poder tenerse más) a él le incomodaba tener que titular sus palabras, ponerles un asunto. Ella era una experta. Ponía títulos en inglés y en español, ponía pedazos de canciones, pedazos de poemas, pedazos de películas. Dejaba pistas en esa línea: decía si estaba bien o mal, si peleaba, si le contaba algo doloroso, si estaba preocupada por algo. Él tomó la costumbre entonces de tratar de adivinar qué diría el correo. Veía un rato el título y luego lo abría. A veces se iba, lo dejaba para la noche. Le reconfortaba saber que esa especie de sobre cerrado, con una promesa adentro, esperaba por él.


Nunca antes había tenido a quien escribirle, ni sabía lo que era perderlo y quedarse de repente con un hilo que no termina en ningún lugar.


Durante casi un año se enviaron fotos (ella más que él), música (solamente ella), títulos de libros y de películas. Los planes de una reunión, tan concretos al principio, fueron destiñéndose. Y un día él decidió dejar de escribir. Era cruel seguir haciéndolo. Ella insistió durante unos meses más. Envió muchos correos (casi tantos como al principio). Finalmente envió uno sin título. Él lo vio a través de lágrimas, sus últimas lágrimas. Y lo hizo desaparecer de su pantalla, cerrado.


Sigue escribiendo e.mails, de negocios todos: da órdenes, pregunta por dinero, discute sobre tiempos. Pasa gran parte del día frente al computador. Y ya no se decepciona de no encontrarla en su pantalla; casi nunca, por lo menos.

Morfologías de caricias RAM

Humberto Valdivieso




oh my nuclear baby
oh my idiot trance
David Bowie


A.1. Morfología de las caricias radicales: caminé con los brazos abiertos, como si fuera un radar, para tratar de encontrarte.

A.2. Morfología de las caricias que sospechan: no pude oler ni sentir. Tampoco supe cómo morder los vestigios de realidad que agitamos en ti.

A.3. Morfología de las caricias stand by: aún así logramos algo salvaje, traficable, ilegal. El juego comenzó en el instante mismo que intercambiamos todos los datos falsos de nuestras conciencias.

A.4. Morfología de las caricias del amor que se escucha: la gárgola digital, ceñida al borde de nuestra última taza de porcelana, gruñó sin parar canciones de Portishead. Te amo, dijiste. Después hundí mi lengua blue en el centro de tu pecho.

A.5. Morfología de las caricias que dejan rastros: sobre la palma de tus manos quedó toda la data de nuestros impulsos, almacenados en este formato que nos ensucia cada vez más.

A.6. Morfología de las caricias no convencionales: adoro mirarte en portadas de revistas, sin comprarlas, sin ser más que un test más otro test. Olor a tinta, en tus pantalones porno.

A.7. Morfología de las caricias mediáticas: sé parte del mundo, sé nuclear, sé terrible, sé una batalla en Sarajevo, sé hachís en el malecón de la Habana. No me gusta cuando eres nieve gris que tapa las mentiras de mis videos en HD.

A.8. Morfología de las caricias dolorosas: nunca pude arrancarte la burka del rostro para descubrir tus labios negros. No me importó, estallé en Jerusalén. Pero no ha terminado, aún nos veremos: cada vez que crucemos miradas en el monitor. Mientras la foto que me tomaste siga en el portal de la BBC.

A.9. Morfología de las caricias alternativas: pensaba en tus medias rojas y en la pared, estabas desnuda y solo tenías tus medias rojas.

A.10. Morfología de las caricias confusas: una señal perdida en el metro y los ojos digitales de la Loli-Goth que deseaba caricias anónimas en el tercer vagón. Un bug que desordena la sintaxis de mis dedos precipitados. Un Ipod que nos mantiene juntos y los altavoces del tren que, entre chillidos, esconden el scratch de nuestros gemir.

A.11.Morfología de las caricias sin centro: you were my cenit when I was out of control.

A.12.Morfología de las caricias nocturnas: todo lo que ocurre una y otra vez es un random, nada original, contaminado, que me une a ti. (Ver el video)


Conversación electrónica entre Miguel Hidalgo Prince y Mario Morenza

Mario Morenza


Miguel: ¿Para cuándo es el trabajo de Oliveros?

Mario: Para dentro de un mes.

Mario: Mira, me metí en google, pero no encontré lo del concurso. Del que vimos ayer un cartel, bajando por la rampa. Todo sale en portugués. Además, no sé bien si va dirigido a venezolanos en lengua portuguesa o es binacional, de repente puedes mandar algo tuyo traducido al portugués.

Miguel: Mmm, tampoco sé.

Mario: Bueno, en tal caso, de que sea como te dije... Yo le di a Concurso Ferreira de Castro de literatura jovem, luego a www.multiculturas.com/htm

Miguel: Lo que puedo hacer es plagiar una crónica de Antunes que tengo en portugués y la mando. ¿Crees que se den cuenta?

Mario: Tal vez no. Depende de quién sea el jurado. ¿Y si ponen a Célia Guido? Igual no se dieron cuenta con Piglia, en Respiración Artificial.

Miguel: Bicho, me linchan. Mejor mando algo de Fonseca, porque Célia Guido no lo ha leído.

Mario: Pero mejor averiguamos hoy a la tarde. Los participantes van de 14 a 25 años.

Miguel: Mmm, yo no puedo entonces

Mario: ¿Qué edad tienes tú, 29?

Miguel: No, 13.

Mario: ¿Y cómo hiciste para entrar a la UCV a los 10?

Miguel: Palanca.

Mario: ¿Con?

Miguel: Paul Anka.

Mario: ¿Quién es ese coño?

Miguel: Paul Anka (Palanca)

Mario: (Sí, entendí), pero, ¿dónde trabaja?, ¿en coordinación de extensión?

Miguel: (Ah.) No, es vigilante (guachimán) en Odontología.

Mario: ¿Y cómo hizo?, ¿qué conexiones movió para facilitarte el cupo?, si es difícil para un profesor meter a un sobrino. Por cierto, ¿tienes algún parentesco con Paul Anka?

Miguel: Paul Anka sabe moverse. Sólo conoce a la gente indicada. Además, tiene mucho poder aunque no lo crea la gente. Está a cargo de los carros de los profesores y rectores y los demás chivos. Así que hay que estar de buenas con él para que no le pase nada a los carros. Y sí, para que negarlo, Anka es primo de una prima.

Mario: Okey. Lo interesante es como los genes se han transmitido en tu familia,

Miguel. Me dices que sabe moverse, bien podía estar bailando profesionalmente. Como tu hermana.

Miguel: En realidad, Paul Anka ve mellado su futuro como bailarín por su discapacidad respiratoria. Se cansa muy rápido. Paul Anka fue fumador compulsivo desde los 13 años.

Mario: Bueno, por lo menos lo pensó alguna vez. Su adicción precoz a la nicotina. ¿Y cómo hace para ser vigilante? Es un trabajo en el que uno necesita ir de aquí para allá y de allá para acá. O sólo es una fachada lo de su uniforme. Será que me ocultáis algo, Miguel. Los verdaderos rectores de la UCV son los vigilantes. Ellos tienen el control de las ventas piratas, del parking, de los cupos.

Miguel: Ni idea. Hay muchas cosas en torno a Paul Anka que no están claras y creo que nunca lo estarán. Lo cierto es que Paul Anka conoce su negocio y lo desempeña muy bien. A pesar de lo que digan las personas especuladoras. Paul Anka, de paso, se desempeña desde una caseta, así que no tiene que estar corriendo ni de aquí para allá, ni de allá para acá.

Mario: Es muy inteligente. Desde una caseta, o sea, ¿desde el trono de su reinado sigiloso, como gobiernan los verdaderos emperadores, los que no necesitan de aduladores ni ceremonias solemnes, de los que se llenan a sí mismos?

Miguel: Eso y mucho más. Paul Anka es dueño del imperio de sus virtudes. Conoce sus límites y sus desbordes. Es emperador de sus facultades (no las de Humanidades). Es un hombre completo y avanzado a su época. Hay muy pocos como él.

Mario: ¿Quiénes, por ejemplo, pueden compararse con Paul Anka?

Miguel: A ver... A ver: Ghandi, Claudio Nazoa, Mao Tze Tung, Tarek William Saab, Kenny G, Robert De Niro, Meat Loaf.

Mario: ¿Personajes tan contradictorios, no?

Miguel: Saludaré de tu parte a Paul Anka. Paul Anka es así. Nos vemos en el Pasillo.

Mario: Y me sigues hablando de Paul Anka…


__________

Capítulo de “Pasillos”, del libro Pasillos de mi memoria ajena (2008)

SMS

Joaquín Ortega



-¿Nunca has tenido la sensación de que te observan? ¿De que mientras estás solo en tu casa, pasan sobre tu espalda unos... ojos… escurriéndose?

-Sí. Un par de veces. Cuando me di vuelta, tenía un espejo sobre mí. Sentí como una picazón leve…creí que me bajaba algo de la nuca, y subía hasta detenerse… hasta la altura de los hombros.

-¿Ese espíritu era…?

-La policía de la próstata, seguramente.

-¡…!

-No te rías. Igual le tomé un poco de idea a quedarme sólo en casa. Ahora, creo que no fue tanto miedo, como fobia a la antigüedad.

-¿Qué más dejó la abuela de Natalia en esa casa?

-Un par de cachivaches hermosos…eran como grandes candeleros para el Sancto Sanctórum.

-O para alguna tenida extraña. Esa señora era una mezcla rara entre activista anticlerical y masajista hegeliana.

-¿Disculpa?

-Sí, cuando te dolía algo te embadurnaba con sus pomadas caseras, y comenzaba con unas largas monsergas sobre la Propedéutica de Hegel. Pocas veces me sirvió tanto una torcedura de pié, para hacerme la idea de cómo sería un examen universitario.

-¡Que mal!

-Bastante loca, ¿no?

-Me gusta esta mesa. Da buen sol y buena sombra.

-Sí, aquí se está muy bien. Se está muy bien.

-¿Vas a pedir otro sándwich?

-Sería una exageración. Demasiado pan por hoy. Es suficiente con tu mitad, las Coca Colas y con el Memorial que me comí antes de salir

-¿Qué lleva el Memorial?

-Es un invento de Jota. En un pan francés, se unta mermelada de naranja a un lado y un poco de queso de cabra en el otro. Lo espolvoreas con unas pocas nueces molidas y ¡voilà!

-¿Y el aceite de oliva? Jota le pone hasta al chocolate aceite de oliva.

-Sí, se me olvidaba. Aceite de oliva al pan antes de untar la mermelada y el queso de cabra. Por cierto, unas tiras de jamón selva negra le van perfectas.

-¿Y tú no quieres algo más?

-No, que va. Tener en estos días, estas tenazas, ¿sabes? Estos aparatos dentales…

-Los brackets

-Eso. Sufrirlos es lo mismo que convertirte en un minusválido gastronómico.

-A mí no me gustaría ser uno de esos tipos… de los minusválidos gastronómicos, quiero decir.

-Sí, de esa gente que no distingue al eneldo del romero.

-O peor, de los que le colocan Tabasco a todo y matan sus papilas gustativas.

-Jamás distinguirían un Cardenal Mendoza de un enjuague bucal.

-Sí, entiendo.

-Has visto ese aparato, al menos dos veces. ¿Qué hora es?

-Ya falta poco. Además, tengo unos mensajes viejos.

-Bórralos.

-Debo responderlos.

-¿Todos?

-Todos.

-¿Te pasaste por la idea de que a lo mejor no vengan?

-Siempre vienen. Los que se entusiasman por la muerte que compran, siempre vienen… con la misma cara y por la misma calle. Siempre.

-¿Has sentido fastidio de esperar una luz verde… una que muchas veces, no quieres ver llegar?

-Lo he sentido, pero no en esta faena. Me ha pasado cuando debo conversar por teléfono con alguien desconocido… cuando debo sugerirle otra vida.

-Por cierto ¿cómo sigue el asunto del cobrador?

-Sigue llamando todos los días.

-¿A la misma hora?

-A la misma hora. Ese es su trabajo, el mío es negarme y el de Jen no atender el teléfono. Me dice que le desespera. Yo le digo que lo apague… o que lo vea como un adorno, que saque el teléfono de su base y juegue con él…. ¡que sé yo!

-Con la francesa me pasaba lo mismo que con la gringa: creen que porque uno les presta atención, se está enamorando.

-Sí, y no es más que un simple esmero. “Foco”, le dicen ahora. Si no lees los labios y no escuchas al detalle, se pierde la mitad del mensaje en la traducción.

-¿Que gustosa es el agua con gas no?

- …, …, …, …ujúm…

-¿La gente no se cansará de enviar maldiciones?

-¿Echarle envidia a la envidia?

-Exactamente.

-Es su naturaleza distorsionada. Además cuando ya no habite el mal en el mundo, se ocultará dentro de los corazones.

-Demasiada mano blanda en estos días… es mi opinión…

- Excelente macchiato

-Que fastidio con los tibios…

-Ujúm… es como el síndrome de Hermes… o de Mercurio… o de quien quiera sea el mensajero de los dioses… ¿me das un poco más de ese licor?

-Claro, es siciliano, de las mejores hierbas.

-Caldo oscuro que arde y…

-Y que abre el apetito otra vez…

-Creo que la gula podría llevarme muy hondo.

-Sí pudiera…

-Tú lo has dicho… sí pudiera.
-Ya llegaron. Vayamos dentro de la iglesia. No deben vernos los legionarios.

-Caminemos lento. Suaves y lentos… como dos idiotas viendo hacia al semáforo. A ver, a ver… admirémoslo… como si fuera un Velásquez.

-Mira aquel personaje…

-¿El que aparenta más edad de la que tiene?

-Ese mismo.

-¿Sabes?… Habitar entre dos mundos es como tener varias visas, sólo que llega un momento en que se te olvida de donde vienes.

-No de dónde vienes, sino más bien, en nombre de quién has ido a conversar.

-¡Mucho peor es que se olvide la encomienda!

-O el mensaje. Da igual.

-Da igual, pero recibiendo el gol.

-¿Es tiempo?

- …No hay sonido

-Detengámonos unos segundos. Ahora, a un lugar cerca de la puerta.

-¿Nos sentamos aquí?

-Aquí está bien… ¿otro trago?

-No, gracias.

-Yo sí quiero… por cierto… Qué cagada es estar muerto, ¿no?

-Sí. Sólo algunos te lloran de verdad, afuera de la fiesta.

-Mientras los vivos deciden animarla, para mantenerse visibles.

-Sí, al menos hacen su trabajo… bueno, algún trabajo.

-A otros ni les importa. No dejan de atender a sus mujeres o al hechizo que confunden con amor.

-Sí… y a los que pretendes ayudar… o inspirar no deducen nada. Eso sí, siguen viviendo, buena parte de su tiempo contentos, de que no le hicieran más sombra los suprimidos

-¡…!

-Quiero decir, los que se fueron.

-Nadie quiere aprender.

-Nadie. Ni un poquito.

-Ni escuchar en sueños.

-Hoy me gustaría enviar nardos.

-Su olor me dice cosas al cerrar los ojos.

-¿Como que las plegarias llegan a ser escuchadas?

-Sí.

-El olor de los nardos huele un poco a abuelas en misa…

-Movámonos un poco más adelante.

-¿Aquí? ¿Nos sentamos ahora aquí?

-Sí. Aquí está bien. Persígnate y guarda la botella.

-Sí. Te diré que celebro a las abuelas en misa… con sus vestidos de flores, su caminar pausado, sus pequeños regalos a los nietos…

-Bueno, no todas son adorables…

-Las viejas fanáticas son de lo peor.

-Sí, creen que salvarán el alma porque hacen malabares con el rosario.

-Y su mente está en otro lado…

-En fechorías… o en críticas de las otras veteranas que tienen al frente.

-El centro de su alma pudiera salvarse...

-Si lo preguntas, creo que de hecho, se recoloca… el resto corrupto pasa a un fogón que empuja al mundo…

-La astucia de la razón… ¿viste?

-Otra vez Hegel.

-El catire Hegel… ¿un irresistible sabías?... no perdonaba a una cristiana…

-No lo sabía.

-Posiblemente… hoy susurre un par de plegarias detrás de esos confesionarios… para que esa estufa… o el fogón del que hablábamos nunca quede como reliquia.

-¿Y si después de tanta rutina… pasara a otros dueños?

-No lo sé. Siempre hay más de un motivo para mantener cosas viejas en servicio.

-Para muestra un botón…

-O dos botones…

-Hoy trabajaré con una Colt 45… es pesada, pero firme a corta distancia… igual, nunca escuchan cuando me acerco.

-Yo haré un tajo de fuego con ésta…

-Hermosa… ¿fue la que pudo ver Dante?

-Ese fue el quinto Enrique, pero sí, tienes razón… le hizo unos versos un bardo anónimo…

-¿El de la guitarra eléctrica?

-No, el de los círculos de caucho

-¿El himno que suena es la señal?

-Es la señal. A la calle, rápido pero sin correr. La prisa es plebeya.

-Yo desguarnezco a los de la derecha…

-Sin restos ni piedad, de aquí, hasta abajo y vuelta.

-Así sea.

-Recuerda murmurarle al tibio… ¿qué le dirás hoy?

-Cuando bajes al infierno, que no se te quemen las alas.

Es un Grundig

Linterna Roja




Porque mi padre tiene mala -pésima o peor- vista para los negocios, nosotros nunca disfrutamos de un Beta. Nosotros exprimimos el Vídeo 2000.

Lo debió comprar un año antes de que despareciera. Recuerdo perfectamente que era otoño y aún vivíamos en el centro. Recuerdo verle entrar en casa mojado por la lluvia, sujetando una caja enorme y una sonrisa mayor a la ilusión que pudo hacernos, que, sin lagunas, la recuerdo también enorme. Él estaba pletórico, jurándose que lo querríamos de por vida y sin condición; pero el vídeo que compró no duraría más de un año, de modo que (contando las que nos prestaba el tío Juan) sólo nos dio tiempo a ver unas diez películas en total, cincuenta mil veces cada una.

La máquina llegó a casa a mediodía como si llegara una nave espacial y durante las primeras diez horas simplemente lo miramos. Luego metíamos la manita por la raja para ver qué había dentro. Los tres metíamos la manita. Los tres éramos pequeños pero yo era la mayor y, aunque así fuera, metía mi manita por la raja todo el rato. Incluso más veces que ellos dos juntos.

-QUE NADIE TOQUE EL VÍDEO HASTA QUE YO LO MONTE -dijo papá CON AUTORIDAD. Y creo que nos pasamos más de un mes esperando a poder ver algo en la pantalla.

Mientras él se aclaraba cómo poner aquel bicho en funcionamiento, seguimos metiendo la manita por la raja nada más llegar del colegio; seguimos mirando el aparato como quien ve un paquete marciano y presiente que será bueno; y sabe (segurísimo) que contiene algo moderno, alucinante y futuro pero todavía desconoce qué será, será...

Esperamos mucho y con muchísima impaciencia; hablamos de ello hasta la saciedad… Hasta que un día, por fin, al apretar el power, aquella maravilla se encendió conectada al televisor. Y tragaba.

-¡Uau, papá, qué pasada!

Ese día no pudimos ver nada porque todavía no teníamos películas pero, aún así, estábamos felices sólo con imaginar sus infinitas posibilidades:

Todos las cintas de video pueden almacenar información de audio y video en ambas caras de la cinta. Lo que duplicaba la duración respecto a la competencia directa.
Debido a su Track dinámico no perdía sincronía en la imagen mostrada. Ya que los cabezales del aparato se autoajustaban a la cinta magnética. Aunque no todos los modelos de reproductores incluían esa tecnología.
Todos V2000 VCRs soportaban función de auto-rebobinado al terminar la cassete (más tarde también fue incorporados esa opción en los sistemas Betamax y VHS)
Reducción dinámica del ruido en reproducción.
Introducción de una pista de datos a lo largo de la cinta.
Sistema de bloqueo de grabación por cada cara, reversible; consistente en una pestaña que permite o no la grabación (En VHS es necesario romper una pieza plástica, que una vez eliminada, impedía la grabación definitivamente). 


Luego mi padre se enteró de que en el videoclub-tiendas de discos, vídeos, golosinasy porno en todo tipo de soportes, Paraíso, el tipo que lo regentaba te grababa, de modo absolutamente ilegal, pelis por 500 pesetas. El tamaño de las cintas 2000 era directamente proporcional a su capacidad: cabían hasta cuatro películas porque se podían grabar por las dos caras. Alfonso, que así se llamaba el tipo del videoclub Paraíso, nos vendió entonces dos cintas piratas.

Las cintas contenían (en este mismo orden): La Guerra de las Galaxias, El Imperio contraataca, La Bruja novata y Chitty Chitty Bang Bang en una; en la otra: Regreso al futuro, Águilas de acero y Karate Kid. Todo eso en dos cintas de 2000 y aún sobraba espacio en alguna de ellas para grabar algo de la tele.

Ahora mismo, no soy capaz de recordar el número exacto de veces que pudimos verlas pero puedo recitar de memoria diálogos enteros de cualquiera de las siete sin pestañear. Recuerdo alguna, por las más insólitas razones, casi todos los días; porque los niños, como los elefantes, nunca olvidan.

Poco después el 2000 pasó a la historia y nosotros nos quedamos con las siete películas en loop hasta la llegada a casa del VHS -como cinco años después- cuando al viejo se le pasó el cabreo. Su elección, apresurada, pasional y nada premonitoria, fue un completo desastre y, sin embargo, en aquellos ochentas, nosotros fuimos unos de los primeros habitantes del pueblo en tener vídeo (2000) y unos de los que menos pelis vieron.

Aún así, todavía hoy los cinco amamos el cine y nos encanta ver películas juntos, aunque mi madre no deje de hablar en toda la proyección y se queje con insistencia de que a ella los bichitos raros no le gustan ni un poco, y que lo que de verdad le gusta (a ella) son las películas reales de amor y lujo.

Con todo, no falta un año en que volvamos a ver La Guerra de la Galaxias en vídeo o El Imperio contraataca; y hasta nos atrevemos con El Retorno del Jedi, a pesar del tremendo chasco que nos supuso descubrir la insulsa carita de Mr Darth Vader cuando se quita el casco.

Pff. Aquel sublime 2000... ¿Dónde habrá ido a parar?

Toma mi corazón negro

Rolando Peña



Toma mi corazón, tómalo, dale, tómalo, te digo que lo tomes, ¿por qué no lo tomas? Ya sé te da miedo, lo quieres tomar, pero te da miedo, lo dudas. Así es la duda, dudamos, no nos atrevemos... La duda, siempre esta ahí muy presente, demasiado presente, nos paraliza, nos detiene, nos acobarda.

Los prejuicios, eso esm los prejuicios, son tantos, son muchísimos, están en todas partes, la Sociedad es muy prejuiciosa, así se defiende, así se justifica toda la mediocridad, todos sus temores, todo el horror de no aceptarse, todo es escondido.

Todo es en susurros, todo es por detrás, nada es de frente, eso es malo, eso es vulgar, cuidado, deseo a esa mujer, pero cuidado que no se den cuenta… Es de mal gusto, me masturbo pero que no se enteren… Qué asco.

Quiero tomar tu corazón, sí, yo sí quiero tomar tu corazón. ¿Será rojo? No me importa el color. Quiero tomar tu corazón, lo quiero sentir, palpar, oler, estrujarlo, penetrarlo, sí, lo quiero penetrar totalmente.. eyacular con él, masturbarme con él, gozarlo, amarlo, amarlo simplemente, totalmente, eso es lo que quiero y quiero que lo sepas... quiero comértelo y luego irme a descansar, “tal vez”.

Cartas de su psicoanalista al elector venezolano

José Javier Rojas


Carta al elector chavizta

Estimado Rey Carmesí:

"Tus sueños de abandono y la ausencia de lactancia materna (sustituida por fórmulas elaboradas por las transnacionales de la conspiración lechera) han cimentado en ti un ansia de justicia, una sed vengadora que no se calmará ni con toda la sangre de todos los sacrificios de todas las pirámides precolombinas. Como el asesino en serie potencial que eres, tienes que liquidar una y otra vez a tu enemigo, a tu némesis, a tu contraparte del otro lado del espejo: ése que eres tú mismo pero que reniegas al pintarte la cara de rojo, fútil intento para agrandar las escasas diferencias sustanciales entre los dos. Cada vez el acto de liquidar a tu enemigo es menos satisfactorio, y aunque refinas el ritual para alargarlo y extraer de él el mayor placer posible, el tiempo entre uno y otro acto aunque se está acortando, a ti se te hace cada vez más largo, por lo que tu estado de ansiedad permanente empieza a agravarse con episodios de paranoia maniaca. Durante esos episodios, ves enemigos y traidores en cada esquina confabulados para asesinarte. Los ansiolíticos medicados durante el tratamiento no han surtido los efectos deseados, y a los breves estados de depresión que siguen al agotamiento de los episodios maniacos, les sucede a su vez picos de agresividad inusitada. Toda esta energía derrochada en actos estériles te está agotando, por lo que, abandonando los medicamentos de momento, vamos a intentar una terapia ocupacional para que le veas algún fruto a tanta imaginación desbordante y para que la canalices a tu energía en creación y no en destrucción sistemática."

El elector chavizta ha sido vilipendiado y menospreciado. De él se ha dicho que es un muerto de hambre, un ignorante, un iluso, un resentido o un pícaro clientelar pegado a la cada vez más magra teta del Estado. El elector chavizta incluso ha sido escaldado por su propio candidato, que lo ha acusado de flojo: como sospecha de él, pues lo levanta en las madrugadas de elecciones a punta de bullanga infernal, y lo manda a buscar, a sacarlo del chinchorro y hasta debajo de las piedras si es necesario, implantando una pinza candente entre unidades paramilitares (¿qué es, si no, un batallón por más "desarmado" que esté?) y una ley seca paternalista e insultante que disminuye al elector a una condición de infantilismo: eres demasiado chico para saber que si te embriagas, va a ser muy cuesta arriba que te dé por ejercer tu derecho al voto (¿y si es un derecho votar, ergo no votar también lo es, por qué tiene que ser obligatoria la ley seca?: con prohibir la entrada de ebrios a los centros de votación tienen). Al parecer, ni unos ni otros le dan el menor crédito al elector chavizta: todos le montan una campaña de psicoterror e intentan "persuadirlo" a través del miedo, la coacción y el insulto. " Si no estás conmigo, eres mi enemigo" o "Si no me votas a mí incondicionalmente, ellos vendrán a por ti, a quitarte todo lo que yo te he dado", son las dos variantes principales del mensaje central que es "eres insignificante y estás indefenso".


Carta al elector de oposición

Estimada Reina de Corazones:

"Haber perdido tu posición de privilegio de casta, ésa que dabas por sentada, te ha descolocado por completo, así que proyectas una y otra vez, de manera histérica, tu condición en los demás. Crees que la única verdadera solución es que les corten la cabeza a todos y eso es porque la cabeza ha adquirido una gran carga semántica. La cabeza, el lugar que ocupaste por tanto tiempo, se volvió macrocefálica, gigantesca, desproporcionada con relación al cuerpo. Entonces, cuando estabas en la cabeza, no lo percibías así, pero ahora que estás en la periferia, en algún lugar entre los pies y las rodillas, tienes la distancia necesaria, la perspectiva ideal para darte cuenta del tamaño de tus errores y del alto costo que has tenido que pagar por sus consecuencias: el resto del cuerpo está, entonces como ahora, desatendido, débil y enjuto. El conjunto de esa Gestalt es monstruoso, contranatura y, como no puedes entender la realidad dada tu condición esquizoide, insistes en la única parte que conoces y que te importa: el tema es la cabeza. Tu obsesión es la cabeza. Y solo vives para sustituir una cabeza, la suya, por otra, la tuya. Crees que así estará restaurado el orden natural de las cosas y que todo fluirá por su cauce en una vuelta al Jardín del Edén, a una Edad de Oro que solo existe en tus delirios de negación sistemática de la realidad. El confinamiento estricto y los calmantes parecen haber surtido efecto: no eres ya un peligro real para ti o para los demás, así que no hay problema en que pases a ser paciente ambulatoria. Tus episodios violentos se limitan a un discurso inconexo aunque cíclico y monotemático: estás pegada en el tema de la cabeza. Por fortuna, si concibes alguna acción física violenta, esta está confinada en la tuya propia, por lo que puedes volver a tu casa a tener una vida funcional: como nunca estuviste cuerda para empezar, tu círculo social no notará diferencia alguna con tu desempeño anterior a la crisis nerviosa. La consulta se centrará de ahora en adelante en mitigar y de ser posible erradicar tus compulsiones y adicciones para mejorar tu calidad de vida: vamos a intentar desconectarnos un poco de las redes sociales y todo ese asunto de las tecnologías de la información hasta que estemos seguros de que no funcionan como gatillos de tus crisis nerviosas. Puedes leer el periódico y escuchar radio, pero en la televisión no puedes ver ninguna transmisión local, solamente canales extranjeros, salvo Fox News y Cadena Caracol".

El elector de oposición ha sido vilipendiado y menospreciado. De él se ha dicho que es un apátrida, que está vendido a los intereses transnacionales, que es un mentecato, un tonto útil, que es un ignorante que desconoce su historia, que es racista, que discrimina y desprecia a los que no piensan como él, que es un criminal impune y en fuga, que es un desagradecido, que está loco (disociado es el término), que es un conspirador, un terrorista, un engañado por los curas del Opus, que es reaccionario, contrarrevolucionario, de ultraderechas, entreguista pitiyanqui y oligarca wannabe. El elector de oposición ha sido nariceado por su liderazgo, que hoy dice lo que mañana reniega, para volver al principio pasado mañana, dejándolo siempre con el culo al aire y, encima, con el complejo de culpa por no haber hecho lo suficiente para estar a la "altura" del "sacrificio" de un liderazgo tal, que a las primeras de cambio, sale literalmente volando. El elector de oposición ha sido carne de cañón de las iniciativas más descabelladas y ridículas: lo han vestido de payaso (mimo, en realidad), lo han vuelto monito de organillero caceroleante, lo han convertido en comparsa de bailantas colectivas, lo han hecho prender o apagar luces a deshoras, boicotear tal o cual producto, exigir aumentos y desdeñar rebajas de precios, en fin, el rosario de disparates de la oposición ha atornillado al oficialismo como no han podido ellos hacerlo por sus propios y escasos méritos. Nunca un gobierno tan malo gozó de una oposición tan buena para salirse con la suya. El elector chavizta y el elector de oposición son tratados como lo que son: dos caras de la misma moneda, a través de mensajes de miedo y horror por el otro. "Vienen a por ti, vienen a por tus hijos". La misma xenofobia selectiva de unos, es la de los otros, lo de las banderas es lo anecdótico: "Le están regalando tus reales a los cubanos" es el mismo "los gringos se quieren coger tus reales", el miedo al extranjero que nos ve la cara de pendejos funciona siempre porque nos sabemos pendejos siempre bajo la máscara de vivarachos caribes. No es entonces que el extranjero sea maquiavélico, manipulador y artero, es que somos unos zoquetes y tal como reza el adagio: "Cada minuto nace un imbécil, y el que lo agarre, que se lo quede y se lo goce".


Carta al elector NiNi

Estimado Gato de Cheshire:

"Tus ínfulas de estar por encima de los demás, tu complejo de superioridad, enmascara tus ansias por pertenecer (sin lograrlo) a ningún agregado social. Careces de habilidades para interrelacionarte, eres un sociópata en el sentido estricto del término: no funcionas en sociedad. Al dolor de los rechazos iniciales que sufriste en tu infancia y adolescencia has antepuesto una sonrisa burlona de desprecio por los demás que no es otra cosa que el miedo al desprecio de los demás. Estás y no estás, y siempre te difuminas al final entre unos y otros, escondiéndote en sofismas, citas obscuras, latinazos y demás cultismos que solo tratan de agrandar la brecha entre ti y los que te rodean. Tu sonrisa es una mueca de la tristeza profunda que sientes por tu soledad, por la condena a estar entre quienes quieres que te comprendan, pero por quienes no tienes interés real en llegar a comprender. Eres soberbio y eres infantil, quieres que todo gire en torno a tus propias necesidades no satisfechas, pero no estás dispuesto a la vida de adulto que pasa por interesarse de verdad por la vida de los demás, y vivir con ellos sus problemas para que ellos vivan contigo lo tuyos. Vives encerrado en ti mismo, lamiendo tu pelaje, afilando tus garras, entretenido en juegos y viendo todo desde la distancia seguro de no formar parte de nada. Es necesario que hagamos ejercicios de empatía, terapia de grupos con intercambio de roles en los psicodramas para que accedas a las realidades no desde la frialdad intelectual sino desde adentro, del lado vivencial, para que puedas apreciar y respetar las subjetividades de los otros".

El elector NiNi es el más vilipendiado y despreciado de todos los electores venezolanos, pues todos los improperios de chaviztas y opositores hacen diana en él. Para empezar, ni siquiera tiene un nombre propio que merezca llamarse así. El elector NiNi es un constructo, un saco de gatos epistemológico de las encuestadoras en el que caben pasotas hedonistas, indiferentes con ínfulas de importantes, independientes desencantados que deshojan la margarita, abstencionistas estructurales hardcore y abstencionistas accidentales de uno y otro bando. Su identidad es la No Identidad, y a tan elusiva taxonomía han atacado (siempre y muy mal) las campañas electorales que creen que es estéril tratar de persuadir a quien está del otro lado de la calle, en la acera de enfrente, por lo que se desgastan en convencer al NiNi que tiene su objetivo tan claro como los otros dos grupos de lectores tienen los suyos. Tal como los otros dos grupos, en el Planeta NiNi convive todo el abanico que va desde la ultrizquierda mariguanera más radical hasta la ultraderecha más falangista concebible pasando por el pragmático centrocentrismo más pan con yuca, pura forma y cero fondo, la ideología bien gracias. Ninguno de los tres grupos de electores venezolanos es tan estereotipado y homogéneo como nos los han querido pintar. El NiNi por cierto sí es el más enigmático, y peligroso: ese quantum que hoy lo pone a votar aquí y mañana acullá y pasado en ninguna parte, atormenta a los jefes de campaña y a los creativos publicitarios. Hasta la fecha solo han atinado a saber qué no le gusta, pero malditos si se enteran qué demonios busca esa gente tan rara que no le gusta fotografiarse en grupo. Por eso, algunos han preferido inventarse la No Existencia del NiNi, lo que equivale a resolver la ecuación eliminando la incógnita. En algún lugar de la intangible e inabarcable nube de los NiNi cohabita el genio de la botella, el loco latente que saldrá a dinamitar el sistema y mandarlo todo bien largo a la porra y ahí sí que se acabó el pan de piquito y todos a llorar al valle, colorín colorado, ya cantó la gorda, recojan esos vidrios.

Longing

Cinzia Ricciuti



No he olido a nadie hoy.

Una negra canta su torrente,
un hombre miente champaña,
melancolía entre risas,
encuentros.

Mientras se abre una ventana,
un corazón nuevo,
muerto y revivo
me habla de sus miedos.

No he visto a nadie hoy,
me desdibujo en la virtualidad.

Afuera una lluvia necia
cae despacio y sabe a mar.

Tengo sal en la lengua.

Los olores
y los besos
no se imaginan.

Los besos sólo sirven cuando besan.

Juego colgado

Fedosy Santaella



El juego comienza y él se despierta Gregorio Hikikomori y se queda allí en el cuarto, esperando. Puede hacer sólo eso, quedarse estático, convertido en un bicho macilento en medio de esa habitación estrecha pero agradable (quizás por lo estrecha es agradable). O también puede subirse a las paredes, caminar por el techo, meterse bajo la cama, arrinconarse, comer arañitas. El bicho Gregorio Hikikomori, el silencio del cuarto, basura circundante, y afuera el mundo y sus millones de palabrerías, más basura que la basura del cuarto de Gregorio Hikikomori y que la de su propio cuarto.

Entonces empiezan a entrar los otros avatares. Primero la madre, luego las hermanas, de último el padre. En el modo «Sufrir» sólo sufres y listo; te lanzan una manzana, se te clava en la espalda, padeces y te vas llenando de polvo. El polvo y la muerte son una misma cosa. El asunto es que el polvo de la muerte no se quita. Afuera no se quita. Pero en el juego sí. En el juego te mueres y vuelves a empezar, y pasas toda la madrugada en eso. Como él, que ha pasado noches enteras jugando. El encierro, vida infinita, Internet como un Más Allá, una eternidad silenciosa cargada de imágenes.

También está el modo «Atacar», el más divertido. Gregorio Hikikomori se prepara, selecciona el arma en el menú, se va hasta una esquina del techo y, apenas entra otro avatar, salta. Sus patas siempre están aparejadas con unas espuelas de carey muy larga, sus preferidas. La batalla lo llena de adrenalina. Los personajes que entran al cuarto tienen sus recursos. La madre es pesada y tiene brazos gruesos con los que se protege. Las hermanas son ágiles y aturden con sus risitas. El padre, último en entrar, es el reto mayor. El padre y sus bigotes. Enorme, con bramidos y carcajadas. Toma a Gregorio Hikikomori por el cuello, lo bate, lo lanza por la pared. La vida se va agotando con cada golpe. Al final, cuando el nivel de vida está muy bajo, el padre le tuerce el cuello, como si fuera un inútil gallo de pelea. Pero hace tiempo ya que el padre no lo vence. Gregorio Hikikomori aprendió a aniquilarlo. El truco: hay que sacarle una carta y mostrársela. Una carta escrita por el hijo para el padre. Así, mientras el bigotudo pasa y pasa páginas quizás a la búsqueda de algo más que letras (Titán tonto que no sabe leer), Gregorio Hikikomori le clava las espuelas en los genitales. No hay nada más mortal para un padre enorme y con bigotes que arrancarle los testículos. Afuera, en el afuera lleno de lenguaje y sonidos molestos, un hombre occidental vestido de negro, un japonés y una madre angustiada tocan la puerta. El hombre occidental dice:

—Kafka era un japonés del futuro que vivía en Praga y que prefiguró a los hikikomori.


Hoy entró una extraña al juego. A su cuarto. Se trataba de una chica luminosa, de cabellos blanquísimos, con colitas de colegiala, ojos grandes, nariz perfilada y boquita pequeña. Él no supo qué hacer. Ya había matado a toda su familia, ya comía de sus cadáveres descompuestos (los tiene bajo la cama), ya se repantigaba sobre su soledad, cuando apareció este otro personaje. La chica no ha dicho-escrito nada, sólo está allí de pie, en la puerta de su cuarto. Gregorio Hikikomori tampoco ha querido moverse. Nada más la contempla. En el afuera de allá adentro es de día, la tela gruesa que tapa la ventana trasluce. En el afuera de acá afuera también es de día, la tela gruesa que tapa la ventana también trasluce. Los cuartos están en penumbras. Y él sigue allí, no duerme, contempla. Él y Gregorio Hikikomori.



Alguna vez tuvo otro nombre. Norma, quizás Norma. Pero hoy, allí sobre su descapotable rosado y veloz, su nombre es Angelina Sweet. Cabellera rubia, uñas de plataforma, anteojos de sol, escote de vértigo, tetas de estallido y labios en beso permanente, Angelina Sweet, actriz porno, va hacia su trabajo por las calles de Los Ángeles, en ruta hacia alguna mansión postmoderna, alquilada para la ocasión.



Como todos los días desde hace un año, su mamá le deja la comida en la puerta, le avisa con pequeña voz y se aleja, llorando en silencio. En la cocina, el hombre occidental toma té y el japonés, apagándose fósforos contra la palma de la mano, dice:

—Miscommunication prevails throughout our society: in the family, in the community, between management and employees, between the financial world and the Ministry of Finance, between the government and the people. Yet this malfunctioning of communication has nothing to do with Japan's "uniqueness," some essence inherent in its history or tradition that sets it apart from other nations.

El hombre occidental encoge los hombros y dice en voz baja:

—Joder, y ahora éste japonés masoquista me habla en lengua anglosajona.
—The cause of the malfunctioning is more simple. It is the fact that, by the 1970s, we had already achieved the national goal. We had worked hard to restore the country from the ruins of World War II, develop the economy and build a modern technological state. When that great goal was attained, we lost much of the motivating force that had knit the nation so tightly together. Affluent Japanese do not know what kind of lifestyle to take up now. That uncertainty has pulled people further apart and caused a whole raft of social problems. Hikikomori is naturally one of them.

El hombre occidental:
—¿Qué carajos haces en este cuento, Enrique, qué carajos?



Su primer strapon. Con una rubia tetona y con traje de cuero negro. Nada mal. Su primer strapon. Lo gozó mientras duró, toda la escena. Su primer strapon. Al final, se dio besitos de cachetes con el director, los camarógrafos y los asistentes, y uno en la boquita con la rubia tetona. Su primer strapon. Se habían gustado, quizás podrían verse fuera del set, y repetir la experiencia; de modo que se intercambiaron los números. Su primer strapon. Llegó a casa, se tiró en la cama, Angelina Sweet se tiró en la cama.

Ahí lleva una semana.



El hombre occidental decide que él también tiene que decir algo, fuma del cigarrillo, le da un golpe a la mesa de la cocina (siguen en la cocina) y dice:

—Aquella máquina soltera que inventara Duchamp se ha hecho realidad. Sí, una máquina, una máquina que funciona, que está allí, viva, pero que gira sobre sí misma y no produce nada ni aporta futuro. La máquina soltera contradice todos los principios de la civilización, de la conciencia, de la razón, del lenguaje, del hombre tal como lo entendemos. La máquina soltera es el delirio y el fracaso de nuestros tiempos; un juego colgado.

El japonés, de nombre Ryu, se le queda viendo y se inyecta alguna cosa en el brazo.

El hombre occidental continúa:
—Duchamp fue un japonés que por dos años estuvo realizando estudios para el Gran Vidrio, y vivió apartado, alejado del mundo artístico, en Neuilly-sur-Seine Allí concibió su obra maestra. Hay encierros que dignifican. Otros, ya sabemos, son lamentables.

Silencio boquiabierto y de ojos idos. El hombre occidental aprovecha para completar:

—Por cierto, allí murió Duchamp en 1968.

El japonés sonríe como agradecido por el dato y, como si hubiera drenado de un tirón el líquido narcótico, dice:

— "Socially withdrawn" people find it extremely painful to communicate with the outside world, and thus they turn to the tools that bring virtual reality into their closed rooms. Japan, on the other hand, must face reality itself. The country has to accept that World War II ended long ago-and so did the glory days of national restoration and economic growth. We don't need the state to come up with an alternative national goal. Instead Japan should develop into a society in which each member is able to set his or her own aims. That's not easy, but nor is it impossible. If the culture cannot adjust and drowns in a tsunami of technology, Japan will end up sinking even deeper into a labyrinth of confusion.



Mil madrugadas después o una sola, Gregorio Hikikomori por fin se atreve a salir de su esquina y se acerca a la chica de las colitas de colegiala, la de los ojos grandes, la hermosísima. Se detiene a un metro apenas. Ninguna palabra, tensión absoluta. Entonces la chica se da media vuelta y sale. Gregorio Hikikomori no se atreve a ir tras ella, y se regresa. Se mete bajo la cama. Empieza comer de la madre sin dejar de mirar hacia la puerta.



Angelina Sweet está frente a la pantalla de su laptop. Se ha metido en un mundo que no conoce bien. Ha tomado una forma, un avatar, y se adentra. Vuela, puede volar. Es lo mejor de todo, volar. Va de un mundo a otro. Le encanta ser aquella chica. Aterriza, entra en solones de baile, baila; levanta vuelo, recorre islas remotas, grandes ciudades; y luego baja otra vez y se sienta en algún café de París. Ahora ha entrado en una zona extraña. Un cartel de luces en la entrada le da la bienvenida al Infierno Otaku Superflat.

Formas pop, coloridas, flores, globos, orejitas, manitas, patas de insectos gigantes, personajes divertidos de sonrisas amplias que sin embargo muestran colmillos y perversidad en la expresión. La mayoría de estos personajes muestran manchas también coloridas, desordenadas, como si una buena cantidad de salsas y sangre se hubiera derramado sobre ellos. Luego descubre prótesis, senos hiperbólicos, cinturas estrechísimas, pantaloncitos minimalistas, piernas durísimas, sonrisas en labios finos, ojos grandes, erótica inocencia hentai. Lo que resulta al principio un paisaje alegre y benigno se transparenta en lo que realmente es: un desfile de imágenes alucinatorias y atemorizantes. Locura disfrazada de bondad.

Le fascina ese lugar, la atracción es incontenible. Empieza a sentir lo que su cuerpo le hace sentir cuando se entrega a los malabarismos de la pornografía. Sin más, le invade el miedo. Confunde el horizonte, comienza a caer, como si se le hubiera agotado el combustible. Manipula para tomar el control, lo logra, se alza, atraviesa el espacio a toda velocidad, sale del Infierno Otaku Superflat. Está aterrorizada, aquel lugar es un imán, un vicio que la llama. Un infierno verdadero.




La chica volvió a aparecer. La de los moños, la de la nariz perfilada, hermosísima. Gregorio Hikikomori no se atreve a moverse de su esquina. Teme perderla de nuevo. Afuera, en el afuera de él, llaman a la puerta. Él gira la cabeza, lanza una mirada indiferente hacia el cristal opaco. Pero en realidad siente ganas de gritar, de deslizar la puerta de golpe y salir a matar. Se voltea hacia la pantalla. Matar sí, matar a una chica hentai, a una chica colegiala, de ojos grandes, hermosísima. ¿Y si Gregorio Hikikomori se le lanzara encima, si la atacara con sus espuelas de carey? En la puerta siguen llamando. La madre, en japonés:

—Hijo, hijo, estos señores quieren hablar contigo. Déjalos pasar, abre hijo.
—Por lo menos diga «Preferiría no hacerlo» —comenta (en español) el hombre occidental, divertido por la situación, aburrido de estar allí. Quiere volver a la cocina, es el único lugar donde la madre le deja fumar. Se da media vuelta, empieza a caminar hacia la cocina. Va diciéndose:

—Bartlebly, ese hikikomori a lo Kafka anterior al mismísimo Kafka, fue un padre fundador, errante y escribiente, pero sin duda fundador. La vuelta a la imagen en el espejo, al significante atado a un significado empieza quizás por saturación, empieza quizás en los dominios donde el lenguaje es más tirano, allí donde las palabras no descansan, donde el todo de lo imaginario se divide, estalla y donde nada es lo mismo. Bartlebly, saturado, se anuló como respuesta, y dejó de perseguir el deseo, y se convirtió en una máquina, en una bella foto. Ya le no importaba relacionarse con las estructuras del poder, con el lenguaje y sus enredos. Las sutilezas y los entuertos legales que se abrían ante él no tenían significado. Eran un vacío, su espejo, su imagen. Porque eso era Bartlebly, un montón de palabras vacías, la foto de una página escrita es un idioma desconocido. Por eso, a la hora de entrar en el flujo de los significados, de hablar, de interactuar con los poderes, surgía la negación, el «preferiría no hacerlo». Bartlebly no articulaba el lenguaje, lo fotografiaba; en 1856 lo fotografiaba. Recordemos que Lewis Carroll se encontró con la fotografía ese mismo año. La fotografía era uno de los «gadgets» de la época, el último grito de moda, el futuro. Carroll, amante de niñas, perfilaba el porvenir del erotismo, del deseo, de la perversión de la imagen en aquellas fotos de niñas que comenzaron vestidas y terminaron desnudas. Bartlebly también perfilaba un futuro, el de los hikikomori, y lo hacía al convertirse en una fotografía de sí mismo: un texto vacío, una masa sin significados, tan sólo una imagen. ¿Leerse? «Preferiría no hacerlo». Preferiría no serlo.




Todo es líquido, en el sueño todo es una inmensidad líquida, un reloj gigante y blando, y él sueña que es una chica hermosísima que sueña. La chica—hermosísima y que sueña— se llama Eri y tiene dos meses o quizás dos siglos dormida en su habitación. Él se ve soñando, se ve Eri, y siente que ella es tan líquida como el mundo donde se encuentra; así que se acuesta sobre ella, como si fuera a hacerle el amor, pero en realidad se hunde. Se hunde dentro del cuerpo de la hermosísima Eri. Ahora es totalmente ella. Ahora va por el flujo de sus sueños. Ahora navega, ahora descubre que Eri sueña que es Gregorio Hikikomori, un bicho con espuelas de carey, el avatar de un muchacho que no sale nunca de su cuarto, que debe soportar las constantes llamadas a la puerta de su madre, de un occidental vehemente y de un japonés guarro de nombre Ryu. Un muchacho, en fin, que a su vez sueña que es una hermosísima chica de nombre Eri y que está enamorado de un avatar idéntico a Eri, colegiala de colitas parada en la puerta del cuarto de su avatar Gregorio Hikikomori.

En el afuera de afuera llaman a la puerta. Alguien pregunta: «¿Cuántos Murakamis caben en un texto?» Pero él no quiere despertar, o no quiere dormir, o no quiere soñar, o no quiere mirar el reloj, ni saber qué hora es ni en qué parte del mundo se encuentra. Sobre todo ahora, ahora que en la habitación de Gregorio Hikikomori la chica de las colitas, la chica de ojos grandes, la hermosísima, se está dando vuelta para irse de nuevo. El bicho se adelanta, sale de su esquina, y escribe-dice: «Eri, espera». Ella se detiene por un instante, lo ve, sale. Gregorio Hikikomori llega al umbral y ahí lo golpea la inmensidad, algo así como un cielo, un firmamento. Ve las piernas de la chica, sus pies en el aire. «Eri, espera que yo no sé volar», pero ella ya no está.
 La rubia tetona del strapon la ha dejado mensajes en la máquina contestadora y en el celular. Ella no ha devuelto las llamadas. Ella, tan sólo ella, sin su nombre de actriz porno. Ella en vuelo, ella sin su cuerpo, esa molicie repulsiva de carne, siliconas, intestinos, agujeros, secreciones. Su cuerpo tuvo suficiente de aquella realidad —virtual— de luces y cámaras. Ella lo puso a jugar esos juegos, le regaló tiempo y lo dejó hacer. En video han quedado registradas tales aventuras. Ahora le toca ella. A ella sin cuerpo, a ella sin nombre porno. Quiere perderse, olvidarse, volar libre de vicios. No obstante, en ella persiste una idea. Siente que necesita volver al Infierno Otaku Superflat. Quizás se trate realmente de un infierno; pero por experiencia sabe que se puede anhelar la eternidad de los infiernos, y entregarle el dominio absoluto del espíritu al cuerpo, esa bestia egoísta, siempre hambrienta, friolenta, picosa. Alguna vez su cuerpo llegó a ser una persona ajena a su conciencia. Su cuerpo fue otra persona, una tercera persona. O eso creyó ella. Ahora descubre con cierto horror que su mente también anhela el placer del vicio, y que, por lo tanto, el cuerpo sólo había sido una vía, una cáscara donde se había transferido el ansia del placer que radicaba en su mente. Una vez eliminado el cuerpo, una vez cortados los cordones la necesidad del placer se ha instaurado en su lugar originario.

Ella busca en esa necesidad, hurga con ojos clínico y le empieza a ver una silueta, una forma. Se trata del bicho. El bicho del cuarto. El bicho que la llamó Eri, que le quiere imponer un nuevo nombre, como alguna vez le impuso el de Angelina Sweet y se lo alojó en su cuerpo. Pero esta vez será distinto. El bicho, esa parte de su mente enferma, por fin está a su alcance. Sólo tiene que ir a buscarlo, sólo tiene que enfrentarlo, hacerlo desaparecer, y entonces ya no más Angelina Sweet, ya no más Eri ni nada oneroso. Quizás hasta pueda recuperar su nombre, aquel que tuvo cuando niña. Ella quiere su nombre verdadero, quiere volver a ser ella antes de todo. Ella la que imaginaba mundos fascinantes donde no existía el dolor, ni la necesidad urgente del placer, o del vicio, o de la muerte.




Él ya no sabe si sueña o si está jugando. Sólo sabe que Eri ha regresado, y que su avatar deforme está allí, en una esquina, temeroso de salir de nuevo, temeroso de perderla. Entonces ella entra en la habitación, un poco más, un par de pasos y se detiene. «Hola, soy Eri, ¿me recuerdas?», dice-escribe a través de la ventana de diálogo. Gregorio Hikikomori tiene miedo, no sabe qué pensar. ¿Será ella un nuevo enemigo, uno más mortal que el mismísimo padre? ¿Por qué se hace llamar Eri? ¿Qué quiere, qué placeres busca, qué muertes anhela? No puede entender las motivaciones de la chica. Él es un bicho feo, un bicho malo que ha matado a sus familiares y que los tiene bajo la cama para alimentarse de ellos cada vez que baja su nivel de energía. ¿Será piedad lo que siente? Nada peor que la piedad, ese parapeto de palabras cargado de lástima e interés propio. Él ya lo vivió, afuera, en el mundo de afuera, en los pasillos y los salones. Los profesores y la piedad. Alguna chica y la piedad. Gente que necesita sentirse buena, que se acerca a los marginados para estar bien con ellos mismos. Conoce a las chicas de la piedad, las conoció en la escuela. Chicas lindas que se imponen una misión; la de curar, la de reformar a un idiota, a un bicho social. Es un momento de sus vidas, cuando de pronto están mal, cuando algún novio las deja y se sienten despreciadas, solas, feas. Entonces la identificación con el bicho se vuelve algo natural, y al bicho se acercan, al bicho intentan comprender, hacerlo regresar al mundo del lenguaje y los gestos de la normalidad. Ellas quieren sentir que poseen un alma caritativa, grande, merecedora de mil perdones. Si su alma es hermosa, su cuerpo y su rostro también han de ser hermosos y merecedores del perdón de todas las bocas del universo. El bicho no es más que la crisálida, el reducto de la expurgación donde nadie las verás hasta que estén listas. Entonces, al bicho habrán de romper para salir, para ellas ser de nuevo luminosas. Para ellas pertenecer de nuevo. Sin el bicho, claro, que ha quedado desgarrado, destajado, en una esquina, en la esquina de los dolores, sin haber probado la delicia, sin haber entendido nada, o quizás, si acaso llegó a obtener un vestigio de lo insinuado al principio, totalmente enfermo, enfermo para siempre, marcado por el recuerdo de la cercanía de unos bellos ojos, de unos labios, de un olor, de un sabor de piel.

«Ven», dice-escribe ella. «Ven», y él sale, hipnotizado, ajeno a sus desconfianzas. Ella se inclina, una rodilla en el piso, y lo toma entre sus manos, se pone de pie y se lo lleva fuera del cuarto. Se encuentran sobre una cornisa y ante un espacio inconmensurable abierto a las construcciones. Conocía algo de aquel firmamento, pero ignoraba la cornisa y la verdadera magnitud del espacio. No sobra tiempo de ver mayor cosa; ella da un salto y comienza a volar.

Él sigue sin saber si sueña a que juega, o si juega a que sueña. Vuela y está enamorado. De eso no le cabe duda, está enamorado y es lo único que importa. Él y su avatar, él y Gregorio Hikikomori están enamorados. Siempre le tuvo miedo al vuelo, pero ya no es así. Ahora volar y amar son verbos relacionados, fundidos. Son lo mismo y explican el universo. Volar y amar. Todos vuelan a su alrededor. Miles de avatares vuelan, sobre mares, ciudades, espacios virtuales increíbles, lugares donde lo viejo y lo nuevo se funden, lugares donde el tiempo no tiene cabida, donde todos los espacios son uno solo y donde la unidad es eternamente nueva. Lugares que sólo pueden ser alcanzados por la falta de gravedad, lugares que sólo existen para la ley que no conoce las palabras: la ley del amor.

Eri, la chica misteriosa y fascinante, lo lleva en su regazo, sonríe, voltea a mirarlo constantemente, con ojos grandes y hermosos, hermosísimos. Y él está enamorado. Él y su reflejo, él y Gregorio Hikikomori.




El hombre occidental —¿o accidental?— fuma en la cocina. El japonés de nombre Ryu se clava agujas de acupuntura en el brazo. La madre ha ido a llorar a otra parte. El hombre occidental dice:

—A ver, nipo, escucha esto: Un hombre se compró un juego de computadora que se llamaba La mansión del hombre feliz. En ese juego siempre había fiestas y orgías. El hombre le mostró el juego a su mujer, y su mujer vio al avatar de su marido teniendo sexo con chicas tetonas, de cinturas estrechas y piernas y cabelleras largas. A su mujer le pareció divertido ver al avatar de su marido teniendo sexo desenfrenado con un montón de muñecas 3D. Era como ver a un niño con juguete nuevo; era incluso, tierno en su morbo. Al cabo de un tiempo, el hombre se cansó de La mansión del hombre feliz y se puso a jugar uno de esos juegos en línea. En ese juego, el avatar de ese hombre asistió a una disco, allí conoció a una chica, un avatar de otra persona, posiblemente una mujer. Estuvieron bailando y conversando, y al final sus avatares tuvieron sexo. El marido le contó la aventura a su mujer. ¿Sabes qué pasó? Su mujer se enfureció, tuvieron una terrible discusión, y a la postre se divorciaron. El hombre, cabe destacar, no volvió a ver a la avatar con la que había tenido sexo virtual, ni tampoco conoció a la mujer de carne y hueso que estuvo detrás de esa avatar; si acaso era una mujer. Me puedes explicar, nipo, me puedes explicar, ¿dónde radica la diferencia? ¿Por qué una cosa le parecía a su mujer graciosa y la otra fue motivo de divorcio? Al final, eran muñequitos hechos en computadora, ¿o no? Dime, nipo, dime. ¿No son la misma cosa? ¡Jolines, di algo!

El japonés de nombre Ryu se encoge de hombros, se quita las agujas, se lame la sangre y se queda mirando por la ventana, sin responder, como si no fuera con él.


Ella entra y cruza el infierno en diagonal. Él mira hacia los lados y la mira a ella. Se le queda viendo en su absoluta entrega. Ella baja la mirada y fija sus ojos en él, sus ojos grandes, brillantes. Ambos sonríen. Él vuelve a mirar a su alrededor, aquel universo lleno de colores contra un fondo blanco descomunal.

—El infierno Otaku Superflat —dice-escribe ella.

Círculos, globos, colmillos, patas de insectos, manchas de salsa y de sangre sobre los hiper muñecos.

—A mí me parece hermoso —responde él.

Prótesis, tetas enormes, piernas durísimas, boquitas consentidas, ojos grandes.

—Es un inmenso vacío. Se dejaras de volar, caerías y caerías.

Pantaloncitos cortos, zapatitos de goma, clinejas, falda escolar.

—Yo no sé volar, nunca he volado.
—Lo sé, me lo dijiste.
—Nunca aprendí. Siempre he estado bien así; si me mirará en el espejo sería yo mismo. Y eso me enorgullece. He encontrando mis imágenes, he vuelto a ellas.
—No quiero que me vuelvas a obligar con otro nombre.
—¿Con otro nombre? ¿Obligar a qué?
—No quiero ser Eri. Yo no soy Eri, ni el cuerpo de Angelina Sweet —hace una pausa, lo ve con ojos de ternura que sólo son un simulacro, y prosigue—: Te has convertido en un vicio feo. Cuando la búsqueda del placer llega a esto que eres, se convierte en un vicio. Yo no quiero esas imágenes. Las imágenes del vicio son falsas, virtuales, y hacen daño. No son estos espejos engañosos los que necesito. Me has engañado todo estos años.
—¿De qué hablas?
—Sabes de lo que hablo.
—Otra vez el lenguaje, otra vez las palabras perdiéndose en la mente.
—Placer, muerte, vicio, locura. Tú eres la verdadera tercera persona, la tercera persona en esencia. Eso eres.

Él sospecha que no hay salida, que no hay salvación. En esa chica hay un ardor, un resentimiento profundo. Se le siente en sus palabras, en su barbilla alzada hacia la distancia, como quien ve el ocaso de sus enemigos, un futuro sin ataduras. Se le nota, sobre todo, en la manera cómo afloja el regazo.

Él piensa que debe preparar sus espuelas, que debe atacarla, herirla de muerte, no dejar que pase lisa por aquella situación. Pero está confundido; la sensación de enamoramiento no termina de disiparse y el instinto del odio no ha calentado lo suficiente sus patas mortíferas.

Demasiado tarde.

Ella lo suelta.

Y él comienza a caer.

A caer a través del vacío de los colores. Del vacío de los colmillos. Del vacío de los globos. Del vacío de las miles de flores. Del vacío de las pantas de los insectos gigantes. Del vacío de las manchas de salsa y de sangre. Del vacío de las prótesis. Del vacío de los nalgas y las piernas durísimas. Del vacío de las tetas poderosas. Del vació que sólo conoce la mecánica de la caída. Cae, cae tanto que ya no cae. Que ya no hay figuras, que ya no hay colores. Que ya todo es blanco. Que la máquina queda colgada. Colgada y él colgado. Sobre la alfombra, fetal, los ojos cerrados. ¿Respira? Llaman en la puerta. La madre llora, suda, se le marcan los senos en el vestido sudado. El occidental accidental fuma en el pasillo; su humo es una niebla que llena toda la casa. El japonés de nombre Ryu se pinta las uñas de verde y mira a la madre llorosa; la mira con ganas, le mira el vestido sudado, le mira los senos y los pezones y tiene una erección. Suena el teléfono en casa de Angelina Sweet. Ahora suena el celular. Angelina Sweet en el piso, fetal, los ojos cerrados. ¿Duerme? Una muñeca hentai vuela a través del Infierno Otaku Superflat. No encuentra la salida. Vuelve a sonar el teléfono de casa. Cae la contestadora. La tetona del strapon deja un mensaje. Dice que quiere repetir la experiencia, pero en privado. Que la llame. Cuelga.




Cuelga y todo se cuelga.

Y sólo queda la imagen de un niño que se mira al espejo.

Y la imagen de una niña que también se mira al espejo.