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Kira Kariakin


Silenciosa entró en el estudio ese sábado con el objeto de abrazarlo desde atrás y robárselo a la computadora para terminar en el sofá de la siesta, con crema batida incluida. Al sigilo se le sumó la sorpresa cuando vio abarcando la pantalla, a dos senos grandilocuentes y en la simétrica mitad la cabeza de su esposo observándolos en la penumbra. La parálisis del estupor le dio chance de oír el acento cubano mayamero de la mujer mientras le preguntaba a su esposo ¿esto sí, a ti sí te gusta papito, verdá? Retrocedió unos pasos hasta salir, dejó la crema en el ceibó y haciendo ruido volvió a entrar para ver esta vez la inocua página de Facebook y a su marido tipeando algo en el chat.

Con un autocontrol extraño en ella, le preguntó: ¿Quieres alguito, mi amor? Me voy a preparar una merienda. Por toda respuesta, él levantó la mano izquierda como llamándola mientras apagaba la pantalla. Sin más diálogo, la jaló hacia sí y la besó mientras caían en el sofá. Ella todavía en estado de shock por la visión de los estrambóticos pechos, apenas y quiso reaccionar cuando ya estaba enzarzada en una de las mejores sesiones amatorias con su esposo que recordara. La ropa no fue obstáculo para un ímpetu hasta ahora desconocido que casi le hizo perder la consciencia por tanta emoción revuelta. Del sofá se fueron a la cama y allí reanudaron todo de nuevo sin tregua.

Los días siguientes fueron la confusión perfecta. Ella tan segura de que su marido era una maravilla y de que la incipiente calva y su pinta de nerd nunca le causarían mayores dolores de cabeza, ahora tenía la extraña certeza de no saber con quién se había casado. Le perturbaba ser la médium de los pechos cubanos online. Le daba grima. Pero se acordaba del sexo inusitado y parecía un mar lo que se le venía entre las piernas.

Por supuesto, la cosa no podía quedarse allí. ¿Quién coño era la cubana? A quién le debía el extraño favor de la libido exacerbada de su otrora menos proactivo pero óptimo esposo.

Necesitaba revisar los “amigos” de su marido en Facebook, pero cómo. Estaba restringida la vista de los mismos a sólo los amigos comunes -decía él, y que por seguridad y para respetar la privacidad de los demás, así tampoco las entradas de su muro sino sólo las de él. Las fotos se limitaban a las de ambos y una que otra fiesta incluyendo las del matrimonio, pero ahora entendía que esas eran sólo las que ella podía acceder, así como a su estatus de relación de casado y quién sabe qué más. Frustrada entendió que espiarle iba a ser complicado. No tenía la clave de sus perfiles, ni el de Facebook ni el de usuario de la computadora, y en ésta tampoco acceso administrativo como para sembrarle uno de esos programas de espionaje de chats, navegación y contraseñas que él le había explicado que existían.

En ese punto, le entró otra duda que casi se le convierte en pánico, ¿y si él hubiera instalado un programita así en la computadora? Incrédula no quiso detenerse mucho en esa idea. Se impuso lo que muchas mujeres desde tiempo inmemorial deciden en sus matrimonios: hacerse la loca, la que no sabe ni le interesa. Después de todo, en su caso, los cachos virtuales le estaban resultando en un aumento del benchmark de su esposo como amante y mientras eso siguiera así, y las escapadas se mantuvieran en línea, no tenía por qué hacerse mayor problema.

Sin resentimientos, y en dominio de una incipiente paranoia, eliminó su otro perfil de Facebook, borró la historia de sus chats y sus búsquedas, toda prueba. Sólo le sería difícil olvidar la primera imagen de la infidelidad de su esposo: los dos grandes pezones apuntando hacia ella, ahora también avatar.

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