Ésta es la bestia

Roberto Echeto


(Tigre de Carlos Zerpa)

La noche cayó torcida. Una parte del valle lucía tan oscura como la voz de la muerte; la otra mostraba en el cielo las manchas de una acuarela tóxica.

La luz roja se encendió. La voz del piloto nos dijo que nos acercábamos al pueblo y que, en cuanto encontrara un lugar seguro, aterrizaría.

Alguien abrió la puerta de la nave. Un robot, que recibió sus órdenes encriptadas en una señal de radio, sacó el cañón de una ametralladora gigante. Entre el arma y el artillero metálico pude observar un conjunto de luces que brillaban en el horizonte. Cuando estuvimos a pocos kilómetros, apareció el baile amarillo del fuego entre los edificios.

Ya sobre Brownell, mis compañeros vieron los destrozos de los que les hablé con lengua verde y temblorosa. En el pueblo había ríos de sangre por todas partes; piernas, vísceras, brazos, torsos y cabezas regadas entre autos apelmazados, como en una pesadilla mitológica. Los tigres extraterrestres entraban y salían de las casas, rugían y escupían bilis. Sin embargo, lo que más me horrorizó, no lo vi mientras volaba sobre la arquitectura herida de aquella pequeña localidad ahogada en el caos. Cuando has estado en varios frentes y te has preparado para morir en cada uno, la sangre no te impresiona tanto como encontrar una anomalía en medio de las ráfagas. Ver a soldados jugando a las cartas, comiendo y hasta bromeando en medio de los más increíbles tiroteos, siempre te hace pensar que el mundo es un manicomio esférico que flota en la nada. Algo parecido, pero aún más impresionante, fue el espectáculo que se desarrollaba en el centro de Brownell. Ahí, en el lado norte de la plaza, muy cerca de donde estaba la ristra interminable de cadáveres desmembrados, había un grupo de niños vivos y aterrados que lloraban porque un sin fin de bestias rugía a su alrededor.

La anomalía era ésa: los niños seguían vivos.

Hace un mes cayó un meteorito cerca de las montañas de Astor. Los partes se habrían limitado a reseñar el acontecimiento, si la piedra plateada del tamaño de un edificio de once pisos no hubiese venido habitada por unas criaturas rojas semejantes a tigres que medían cinco metros y tenían dos cabezas.

Antes de continuar, aclaremos algo: no soy, en el sentido literal, un soldado. Soy un reportero gráfico, un fotógrafo, cuya misión es dejar constancia de todo lo que ocurre en el frente de batalla. Esta vez me tocó lidiar con extraterrestres, pero he estado en Belgrado, Bagdad, Seúl, Jerusalén, Puerto Príncipe, Abuya, Mogadiscio, Freetown y en otros lugares donde no fui testigo de ataques marcianos, como en esta oportunidad, sino de atrocidades cometidas por seres humanos sobre seres humanos.

Hace tres semanas vine con la brigada del ejército que, con arrogante banalidad, pretendió tomar el cráter. Ese primer acercamiento fracasó. Doscientos efectivos se desplegaron a su alrededor y a todos les tomó por sorpresa que los tigres rojos salieran de la gran piedra y los atacasen o, mejor dicho: que nos atacaran, porque las bestias se lanzaron sobre nosotros y convirtieron en morcilla la arenosa pradera. Ahí quedaron los cadáveres despedazados que los monstruos devoraron hasta los huesos.

La mayoría de las imágenes que logré capturar esa madrugada fueron tan aterradoras que en los periódicos del mundo entero sólo publicaron dos. En una se veía el cráter con la enorme roca en el medio y, en la otra, un robot al que le faltaba un brazo, le disparaba a uno de los monstruos.

La verdadera carnicería nunca salió (ni saldrá) a la luz.

Nadie vio aquellas fotos en las que un hombre era despedazado entre las dos bocas de uno de los monstruos, ni la de un soldado que se vengaba de la muerte de su compañero volándole el trasero a una bestia que empezó a rugir y a dar vueltas mientras perseguía su propia herida sangrante. Tampoco vieron cómo el verdugo de aquel culo extraterrestre fue atrapado y despedazado con desesperación en cada giro, hasta que el monstruo no tuvo fuerzas y se desplomó como el tambor de un revólver que cesa su giro en medio de una ruleta rusa. Nadie vio al robot que, aplastado por unas garras de hielo, le disparó sin querer a sus propios compañeros, ni a la oficial que fue azotada, como una botella vacía, contra las piedras porque se le atravesó a una de las bestias para destruirle ambos cuellos a balazos. Tampoco vieron al soldado que, por inercia, caminó sin cabeza varios metros o a la mujer que murió aplastada porque su víctima extraterrestre le cayó encima.

Esa noche los tigres no volvieron al meteorito ni se solazaron en la provisión de carne que habían cazado en la víspera. Por el contrario, avanzaron por el campo, atacaron al ganado, se comieron a los perros y a los pocos granjeros que trataron de defenderse disparando sus miserables escopetas. Luego se dirigieron a Brownell y causaron los destrozos de los que hablé hace rato. Sus ansias eran de tal naturaleza que tenían que acabar con todo, como si su señorío aumentara en la devastación.

Yo fui uno de los sobrevivientes de la primera batalla. Como pude, me escondí detrás de unas piedras para hacer mi trabajo. De pronto, una de las bestias lanzó sobre mí a un robot al que le arrancó, de un mordisco, su morral lleno de provisiones y parte de su espalda. Un K-22.0 Modelo de Asalto, me cayó encima, pero se quedó inmóvil, protegiéndome el tiempo suficiente como para que el monstruo que lo atacó siguiera su camino entre la manada.

Así fue como me salvé de aquel festival de mordiscos.

Después de vomitar con desesperación, me di cuenta de que el robot tenía todos sus terminales en funcionamiento y de que su cerebro estaba listo para cumplir órdenes. Así nos hicimos de un jeep, de un par de ametralladoras y de un lanzallamas, y nos fuimos detrás de los gatos espaciales. Como se me hacía raro andar con un robot sin nombre, lo bauticé Capa, en honor a un sujeto que murió haciendo lo mismo que yo, aunque él fuera un artista con mayúsculas y yo un pobre idiota que pretendía fotografiar a unos extraterrestres.

Sobra referir lo que encontramos a nuestro paso. Todo fue muerte y destrucción hasta que llegamos a Brownell. En el pueblo, como ya conté, los tigres entraron a espuertas y lo destruyeron todo con una precisión que ya quisiera para sí cualquier ejército.

Capa y yo abandonamos el jeep a medio kilómetro del pueblo. En el camino nos enfrentamos a dos de los gatos. A uno lo mató el robot, disparando sus dos ametralladoras en las fauces infestadas de puñales. Al otro lo incendié con un chorro de fuego eléctrico, no sin antes incendiar también el vehículo en el que viajamos.

A paso lento, y mudos como hormigas, entramos en Brownell. Poco a poco recorrimos las calles por las que ya habían dejado su rastro de sangre los tigres que rugían en otro rincón del pueblo.

Yo quería tomar más fotografías; quería concentrarme en la manada, ver cómo se comportaba, saber si había algún líder o si tanta destrucción era obra de un impulso colectivo sin propósito ni norte. También deseaba observar si las bestias tenían algún detalle que nuestras fuerzas pudieran utilizar en su contra.

Mientras los monstruos irrumpían en las casas, daban cuenta de sus habitantes y se afanaban contra los enseres domésticos, Capa y yo entramos a un edificio blanco de paredes rugosas con el único objetivo de alcanzar su azotea e ir de techo en techo hasta llegar al punto de reunión de los monstruos. Sin embargo, cuando íbamos por el quinto piso, escuchamos unos gritos infantiles en el interior de un apartamento anegado en sangre.

En el lugar todavía reinaban dos platos de tallarines, una fuente llena de albóndigas y una botella de Coca Cola. Pasamos a la habitación desordenada donde lloraba una niña de dos años y nos quedamos helados cuando vimos a una de las bestias de dos cabezas a su lado, ensimismada, sin tocarla ni mostrarle la salvaje arrogancia que su especie había derrochado desde su llegada a la Tierra.

La niña estaba ahí, llorando, con todo su cuerpo vuelto un nudo en una de la esquinas de su cama, mientras la bestia bajaba sus cabezas hacia ella, quién sabe si para tratar de comprenderla.

Capa no emitió ninguno de sus murmullos bruñidos ni chistó ni preguntó. En un parpadeo, oí el accionar de una de sus ametralladoras y, frente a nosotros, la bestia recibía la ráfaga de proyectiles en su cuerpo tembloroso. Mientras una cabeza nos miraba sorprendida, la otra seguía obnubilada en la contemplación de la niña que gritaba con más fuerza que antes.

¿Por qué ese maldito gato de dos cabezas no dio cuenta de la pequeña como hizo con sus padres y con otros tantos vecinos de aquel edificio? ¿Por qué no nos atacó? No lo sé. Algo se interponía entre los instintos de la bestia y sus acciones.

Sin pensarlo, tomé a la pequeña, le ordené al robot que me abriera paso en aquel infierno y que no permitiera que nadie nos detuviera. Al salir a la calle, había unos cuantos tigres rodeando el lugar, pero al ver que llevaba a una niña en mis brazos, todo el solipsismo destructor que los movía se desvaneció y dio paso a una rara parálisis.

La manera en que levantaban sus cabezas y movían sus narices de arena denotaba una novedad, una sorpresa, un algo para lo que no tuve ni tengo explicación.

Capa, la niña y yo salimos de Brownell. Ningún monstruo nos siguió. Así que pudimos abordar en paz un helicóptero silencioso que nos dejó en el Fuerte.

****

Hoy he vuelto al pueblo con las unidades que tienen la misión de contener la amenaza extraterrestre.

Nunca creí que alguien más hubiera sobrevivido en Brownell, pero el espectáculo de esos niños atrapados en un punto de la gran plaza derrumbó mi fe en el horror.

Era obvio que la que rescatamos Capa y yo, no era la única niña en el pueblo y, si los gatos la respetaron a ella, ¿por qué no habrían de respetar a los demás?

Estando en tierra y preparando mi equipo fotográfico, vi cómo descendieron otras cuarenta y siete naves de plata y dejaron a los soldados y a los robots tomando posiciones detrás de una torre de autos calcinados. El ataque de las bestias parecía inminente. El plan que se divulgó con rapidez consistía en soportar la embestida de los monstruos en el lado sur de la plaza, mientras un helicóptero oscuro, y bien artillado, aterrizaba en el lado norte y rescataba a los pequeños.

Y así fue.

La carga se produjo a las siete y veintidós. Lo supe porque ésa era la hora que marcaba la pantalla de mi cámara. Ahí, enmarcados en ese pequeño cuadrado de cristal, estaban los vestiglos, corriendo hacia unos hombres asustados que los esperaban envueltos en armas de todo calibre.

Y muy pronto comenzó el combate.

Esta vez las bestias no fueron más rápidas que los disparos. A los rugidos aterradores se sumó el canto, esta vez certero, de las ametralladoras y las explosiones de las granadas. La sangre de los tigres de dos cabezas se mezcló con las de los humanos que caían partidos en dos o aparecían gritando entre las iracundas fauces. Sin embargo, algo frenaba a los monstruos. Algo hacía que pelearan distraídos, que los humanos y que los robots se les escabulleran entre las patas y les llenaran el vientre de balas explosivas.

Sólo cuando el helicóptero oscuro aterrizó, comprendí que ese algo eran los niños.

Al verlos abordando la nave, varios de los tigres se devolvieron al lado norte de la plaza, emitiendo chillidos que evocaban lunas de otros planetas. Los soldados aprovecharon ese instante para descargar con saña su variado arsenal y más de una bestia corrió envuelta en llamas azules hacia el helicóptero en el que ya volaban los pequeños.

Todos sus esfuerzos fueron vanos. Las armas de los terrícolas se multiplicaban, despedazando los músculos unánimes de las bestias que fueron menos que las balas, que los robots de plata y que los chorros de fuego líquido. Ahí, en medio de la ola de sangre que los fue cobijando, los tigres de dos cabezas intuyeron por última vez los limos de Saturno, las arenas de Júpiter, las rocas venusinas; olieron los gases que emanaban de las bombas mortíferas y tuvieron el recuerdo de las ubres ladeadas de sus madres bífidas, del líquido amniótico en el que se formaron como criaturas o en el que viajaron a través del tiempo y del espacio en la piedra o huevo que cayó sobre la Tierra.

Nunca se supo con exactitud por qué los tigres interestelares no atacaron a los niños de aquel pueblo.

Quizás se supo, pero jamás se divulgó. ¿Para qué?

El ejército no dejó un solo extraterrestre vivo y sus armas pulverizaron la roca con todo y cráter.

Los ministros se sintieron en la obligación de dejar en claro que a la única especie a la que hay que temer, aquí o en cualquier punto del universo, es a la humana.

Y ése fue un mensaje que se escribió en la Tierra con la sangre de cientos de tigres de dos cabezas.

1 comentario:

  1. ...Sintió cristales oscilándole en los bucles cerrados, puentes creciéndole, homogéneos y lineales, bloque a bloque, salvando el poco espacio libre de su memoria. Aquella era su virtud (la de él): mucho y tanto en tan poco tiempo... CONTINÚA...

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