Soundtrack

José Urriola



El búnker es el mundo. Cuando lo construí pensé que estaba fabricando mi mundo a escala, el mío particular; pero no, ahora lo asumo, afuera no existe más, sólo existe el mundo del búnker. Y es que además afuera está la radiación y La Enfermedad. Yo a la radiación no le tengo miedo (de algo se tiene que morir uno, como decía el abuelo a los 93 mientras se encendía un Chesterfield con la colilla de otro), pero he visto ya a demasiada gente caer enferma. Se les va pudriendo el organismo y la cabeza se les queda atrapada en un eterno delirio, y no se mueren porque son inmortales. Se quedan para siempre congelados en ese segundo previo a la muerte.

Dios no existe, de existir no existiría La Enfermedad. Y si acaso hay un Dios tiene que ser mujer (aunque seguro que las mujeres no estarán de acuerdo con esto), porque las mujeres son inmunes a La Enfermedad, sólo ataca cuando reconoce cromosomas XY. Lo bueno -si se puede decir que sea bueno- es que la raza humana no está en peligro de extinción, para eso están la clonación y los bancos de esperma con sus millones y millones de muestras de semen a buen resguardo, y basta un solo espermatozoide XX para fecundar el óvulo y que nazca otra niña genéticamente blindada. Algún día las mujeres inventarán la cura o la vacuna para La Enfermedad y los hombres volverán a poblar el mundo para encargarse de destruirlo otra vez.

Bueno, la verdad es que no salgo tampoco porque afuera me están buscando. Si me agarran iré preso y seré torturado, así que mejor me encargo de ponerme preso y torturarme yo solito sin ayuda externa. Me buscan por hacker, por estar interviniendo desde aquí todas las computadoras, las cámaras de vigilancia y los sistemas de sonido de la ciudad. Aquí en el búnker –ni intenten buscarme, no lograrán rastrearme jamás- lo tengo todo conectado a mi computador central, soy el gran vigilante que lo mira todo, lo escucha todo, el que decide qué suena en cada corneta y qué se proyecta en cada pantalla. La banda sonora del mundo externo la controlo yo desde este cuarto. Me han acusado de muchas cosas, de fascista y de autócrata, entre otras. También de gran titiritero y maestro de ceremonias autoproclamado. Que no tengo derecho a obligar a una ciudad entera a escuchar la banda sonora que impongo desde mi guarida.

Dicen que, hace mucho, antes de la radiación y La Enfermedad, los dictadores obligaban a todos los medios a encadenarse en una única transmisión: cállense todos y escúchenme a mí que soy el más importante y el único con derecho a hablar. Me comparan con esa gentuza. Pero sus acusaciones son injustas y sin fundamente: yo no hablo, yo sólo les pongo música, lanzo videos, comparto mis películas, son cosas dignas todas ellas. El mundo es un lugar más habitable y con mejor gusto gracias a mí. Soy, aunque la ignorancia hoy no les permita comprenderlo, un filántropo. He puesto a cantar, a bailar y a llorar masivamente a miles de personas en una autopista, en centros comerciales, en vagones de metro y paradas del autobús; he convertido las calles y plazas en pistas de baile. La ciudad es un inmenso teatro donde espontáneamente se arman coreografías al ritmo de lo que les pongo a sonar con apenas un movimiento de dedo. Me basta con un clic para cambiar al mundo.

Durante un tiempo lo hice porque me daba la gana, sí, pero sobre todo porque sencillamente ‘podía hacerlo’. Y, sí, en esto también soy honesto y lo asumo, lo hacía según mi propio capricho: “Hoy vamos a amanecer a las 4 de la mañana escuchando a los Sex Pistols”. Y era hermoso ver a toda esa gente por medio de las cámaras de seguridad brincar de sus camas, salir de sus casas, taparse los oídos, mover las cabezas, bailar.

Hasta que cierto día –uno de furia mal mezclada con nostalgia- sobrevino la tragedia. Esa noche, a las 3.44 de la madrugada, cuando todos (todas, corrijo) dormían, les quise poner a sonar -a todo volumen y a través de cualquier aparato sonoro que hubiera en la ciudad- el Loveless de My Bloody Valentine. Se asustaron, maldijeron, vomitaron, corrieron a apagarlo (aunque ello implicara la destrucción del aparato de sonido). No imaginan la de gestos horribles que me hacían porque sabían que las estaba mirando desde el otro lado de la telepantalla. Pero es que la gente tiene muy mal gusto, hay que cultivárselo aunque sea a la fuerza. En fin, aquello de las 3.44 fue un despertar masivo, confuso, atormentado, repentino; excepto para una sola mujer, una mujer triste que, sentada al borde de su cama, reconoció la hermosura en medio del ruido, movió los labios sin interrumpir la sonrisa y cantó en perfecto sincronismo la primera estrofa de “Blown a Wish”

Midnight wish
Blow me a kiss
I'll blow one to you
Make like this
Try to pretend it's true

Y allí, en ese preciso y miserable instante, supe que nada volvería a ser igual. Que el soundtrack que le (im)pondría al mundo de afuera ya no sería para musicalizarlo a mi antojo, no sería ni siquiera para saciarme a mí mismo: la banda sonora sería exclusivamente para ella.

Ninguna criatura tan hermosa ni tan peligrosa como una mujer triste. Para mí lo fue cuando vivía afuera y lo sigue siendo ahora que sólo existe adentro. Me han dado, y me siguen provocando, unas ganas brutales de borrarles la tristeza y llenarles ese espacio en blanco con una sustancia que sólo yo puedo ofrecer e inocular.

Me dediqué a armarle el itinerario acústico del día a día a esa mujer. Un paisaje sonoro para acompañarla en las noches, para calmarle la ansiedad en las horas de insomnio o para arrullarle el sueño cuando por fin la tristeza le daba tregua. Música para despertarse, para cepillarse los dientes y lavarse la cara. Música para el desayuno, para el recorrido hasta el trabajo, para el almuerzo, para el café, para hacer la compra, para la vuelta a casa y para el fin de semana. Música para bañarse y cortarse las uñas, música para leer, música para llorar y dejar de llorar. Música para inventarse otros mundos mejores que éste.

Y la banda sonora (qué desgracia) surtió efecto. Le fue cicatrizando las heridas, le cerró el grifo abierto de los lagrimales y le montó en la cara la mueca patética de la satisfacción. Las mujeres alegres no necesitan que les pongan música, la música la llevan dentro. Me di cuenta de que había jugado tan bien que me había quedado fuera de juego. Fui tan bueno moviendo los hilos que la marioneta había cobrado vida propia, se zafó con elegancia y bailaba sola.

Ahora que ella es feliz, suene lo que suene, le ponga lo que le ponga, ahora que se ha hecho inmune a mí, la vida ha perdido todo sentido. Se ha desconectado y ahora me toca a mí. Desconectaré todos los cables, apagaré las máquinas, abriré la puerta del búnker y saldré por fin a dejarme abrazar por la radiación y La Enfermedad.

Pongo una última canción, la canción para mi muerte. Un soundtrack para mi despedida. Mientras suenan por todos los altavoces de la ciudad los primeros acordes de mi canción final, echo un último vistazo a mi búnker, mi mundo. En el monitor que se va apagando con luz mortecina se ve, al fondo, fuera de foco, la tentadora imagen de otra mujer triste.

 



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