Juego colgado

Fedosy Santaella



El juego comienza y él se despierta Gregorio Hikikomori y se queda allí en el cuarto, esperando. Puede hacer sólo eso, quedarse estático, convertido en un bicho macilento en medio de esa habitación estrecha pero agradable (quizás por lo estrecha es agradable). O también puede subirse a las paredes, caminar por el techo, meterse bajo la cama, arrinconarse, comer arañitas. El bicho Gregorio Hikikomori, el silencio del cuarto, basura circundante, y afuera el mundo y sus millones de palabrerías, más basura que la basura del cuarto de Gregorio Hikikomori y que la de su propio cuarto.

Entonces empiezan a entrar los otros avatares. Primero la madre, luego las hermanas, de último el padre. En el modo «Sufrir» sólo sufres y listo; te lanzan una manzana, se te clava en la espalda, padeces y te vas llenando de polvo. El polvo y la muerte son una misma cosa. El asunto es que el polvo de la muerte no se quita. Afuera no se quita. Pero en el juego sí. En el juego te mueres y vuelves a empezar, y pasas toda la madrugada en eso. Como él, que ha pasado noches enteras jugando. El encierro, vida infinita, Internet como un Más Allá, una eternidad silenciosa cargada de imágenes.

También está el modo «Atacar», el más divertido. Gregorio Hikikomori se prepara, selecciona el arma en el menú, se va hasta una esquina del techo y, apenas entra otro avatar, salta. Sus patas siempre están aparejadas con unas espuelas de carey muy larga, sus preferidas. La batalla lo llena de adrenalina. Los personajes que entran al cuarto tienen sus recursos. La madre es pesada y tiene brazos gruesos con los que se protege. Las hermanas son ágiles y aturden con sus risitas. El padre, último en entrar, es el reto mayor. El padre y sus bigotes. Enorme, con bramidos y carcajadas. Toma a Gregorio Hikikomori por el cuello, lo bate, lo lanza por la pared. La vida se va agotando con cada golpe. Al final, cuando el nivel de vida está muy bajo, el padre le tuerce el cuello, como si fuera un inútil gallo de pelea. Pero hace tiempo ya que el padre no lo vence. Gregorio Hikikomori aprendió a aniquilarlo. El truco: hay que sacarle una carta y mostrársela. Una carta escrita por el hijo para el padre. Así, mientras el bigotudo pasa y pasa páginas quizás a la búsqueda de algo más que letras (Titán tonto que no sabe leer), Gregorio Hikikomori le clava las espuelas en los genitales. No hay nada más mortal para un padre enorme y con bigotes que arrancarle los testículos. Afuera, en el afuera lleno de lenguaje y sonidos molestos, un hombre occidental vestido de negro, un japonés y una madre angustiada tocan la puerta. El hombre occidental dice:

—Kafka era un japonés del futuro que vivía en Praga y que prefiguró a los hikikomori.


Hoy entró una extraña al juego. A su cuarto. Se trataba de una chica luminosa, de cabellos blanquísimos, con colitas de colegiala, ojos grandes, nariz perfilada y boquita pequeña. Él no supo qué hacer. Ya había matado a toda su familia, ya comía de sus cadáveres descompuestos (los tiene bajo la cama), ya se repantigaba sobre su soledad, cuando apareció este otro personaje. La chica no ha dicho-escrito nada, sólo está allí de pie, en la puerta de su cuarto. Gregorio Hikikomori tampoco ha querido moverse. Nada más la contempla. En el afuera de allá adentro es de día, la tela gruesa que tapa la ventana trasluce. En el afuera de acá afuera también es de día, la tela gruesa que tapa la ventana también trasluce. Los cuartos están en penumbras. Y él sigue allí, no duerme, contempla. Él y Gregorio Hikikomori.



Alguna vez tuvo otro nombre. Norma, quizás Norma. Pero hoy, allí sobre su descapotable rosado y veloz, su nombre es Angelina Sweet. Cabellera rubia, uñas de plataforma, anteojos de sol, escote de vértigo, tetas de estallido y labios en beso permanente, Angelina Sweet, actriz porno, va hacia su trabajo por las calles de Los Ángeles, en ruta hacia alguna mansión postmoderna, alquilada para la ocasión.



Como todos los días desde hace un año, su mamá le deja la comida en la puerta, le avisa con pequeña voz y se aleja, llorando en silencio. En la cocina, el hombre occidental toma té y el japonés, apagándose fósforos contra la palma de la mano, dice:

—Miscommunication prevails throughout our society: in the family, in the community, between management and employees, between the financial world and the Ministry of Finance, between the government and the people. Yet this malfunctioning of communication has nothing to do with Japan's "uniqueness," some essence inherent in its history or tradition that sets it apart from other nations.

El hombre occidental encoge los hombros y dice en voz baja:

—Joder, y ahora éste japonés masoquista me habla en lengua anglosajona.
—The cause of the malfunctioning is more simple. It is the fact that, by the 1970s, we had already achieved the national goal. We had worked hard to restore the country from the ruins of World War II, develop the economy and build a modern technological state. When that great goal was attained, we lost much of the motivating force that had knit the nation so tightly together. Affluent Japanese do not know what kind of lifestyle to take up now. That uncertainty has pulled people further apart and caused a whole raft of social problems. Hikikomori is naturally one of them.

El hombre occidental:
—¿Qué carajos haces en este cuento, Enrique, qué carajos?



Su primer strapon. Con una rubia tetona y con traje de cuero negro. Nada mal. Su primer strapon. Lo gozó mientras duró, toda la escena. Su primer strapon. Al final, se dio besitos de cachetes con el director, los camarógrafos y los asistentes, y uno en la boquita con la rubia tetona. Su primer strapon. Se habían gustado, quizás podrían verse fuera del set, y repetir la experiencia; de modo que se intercambiaron los números. Su primer strapon. Llegó a casa, se tiró en la cama, Angelina Sweet se tiró en la cama.

Ahí lleva una semana.



El hombre occidental decide que él también tiene que decir algo, fuma del cigarrillo, le da un golpe a la mesa de la cocina (siguen en la cocina) y dice:

—Aquella máquina soltera que inventara Duchamp se ha hecho realidad. Sí, una máquina, una máquina que funciona, que está allí, viva, pero que gira sobre sí misma y no produce nada ni aporta futuro. La máquina soltera contradice todos los principios de la civilización, de la conciencia, de la razón, del lenguaje, del hombre tal como lo entendemos. La máquina soltera es el delirio y el fracaso de nuestros tiempos; un juego colgado.

El japonés, de nombre Ryu, se le queda viendo y se inyecta alguna cosa en el brazo.

El hombre occidental continúa:
—Duchamp fue un japonés que por dos años estuvo realizando estudios para el Gran Vidrio, y vivió apartado, alejado del mundo artístico, en Neuilly-sur-Seine Allí concibió su obra maestra. Hay encierros que dignifican. Otros, ya sabemos, son lamentables.

Silencio boquiabierto y de ojos idos. El hombre occidental aprovecha para completar:

—Por cierto, allí murió Duchamp en 1968.

El japonés sonríe como agradecido por el dato y, como si hubiera drenado de un tirón el líquido narcótico, dice:

— "Socially withdrawn" people find it extremely painful to communicate with the outside world, and thus they turn to the tools that bring virtual reality into their closed rooms. Japan, on the other hand, must face reality itself. The country has to accept that World War II ended long ago-and so did the glory days of national restoration and economic growth. We don't need the state to come up with an alternative national goal. Instead Japan should develop into a society in which each member is able to set his or her own aims. That's not easy, but nor is it impossible. If the culture cannot adjust and drowns in a tsunami of technology, Japan will end up sinking even deeper into a labyrinth of confusion.



Mil madrugadas después o una sola, Gregorio Hikikomori por fin se atreve a salir de su esquina y se acerca a la chica de las colitas de colegiala, la de los ojos grandes, la hermosísima. Se detiene a un metro apenas. Ninguna palabra, tensión absoluta. Entonces la chica se da media vuelta y sale. Gregorio Hikikomori no se atreve a ir tras ella, y se regresa. Se mete bajo la cama. Empieza comer de la madre sin dejar de mirar hacia la puerta.



Angelina Sweet está frente a la pantalla de su laptop. Se ha metido en un mundo que no conoce bien. Ha tomado una forma, un avatar, y se adentra. Vuela, puede volar. Es lo mejor de todo, volar. Va de un mundo a otro. Le encanta ser aquella chica. Aterriza, entra en solones de baile, baila; levanta vuelo, recorre islas remotas, grandes ciudades; y luego baja otra vez y se sienta en algún café de París. Ahora ha entrado en una zona extraña. Un cartel de luces en la entrada le da la bienvenida al Infierno Otaku Superflat.

Formas pop, coloridas, flores, globos, orejitas, manitas, patas de insectos gigantes, personajes divertidos de sonrisas amplias que sin embargo muestran colmillos y perversidad en la expresión. La mayoría de estos personajes muestran manchas también coloridas, desordenadas, como si una buena cantidad de salsas y sangre se hubiera derramado sobre ellos. Luego descubre prótesis, senos hiperbólicos, cinturas estrechísimas, pantaloncitos minimalistas, piernas durísimas, sonrisas en labios finos, ojos grandes, erótica inocencia hentai. Lo que resulta al principio un paisaje alegre y benigno se transparenta en lo que realmente es: un desfile de imágenes alucinatorias y atemorizantes. Locura disfrazada de bondad.

Le fascina ese lugar, la atracción es incontenible. Empieza a sentir lo que su cuerpo le hace sentir cuando se entrega a los malabarismos de la pornografía. Sin más, le invade el miedo. Confunde el horizonte, comienza a caer, como si se le hubiera agotado el combustible. Manipula para tomar el control, lo logra, se alza, atraviesa el espacio a toda velocidad, sale del Infierno Otaku Superflat. Está aterrorizada, aquel lugar es un imán, un vicio que la llama. Un infierno verdadero.




La chica volvió a aparecer. La de los moños, la de la nariz perfilada, hermosísima. Gregorio Hikikomori no se atreve a moverse de su esquina. Teme perderla de nuevo. Afuera, en el afuera de él, llaman a la puerta. Él gira la cabeza, lanza una mirada indiferente hacia el cristal opaco. Pero en realidad siente ganas de gritar, de deslizar la puerta de golpe y salir a matar. Se voltea hacia la pantalla. Matar sí, matar a una chica hentai, a una chica colegiala, de ojos grandes, hermosísima. ¿Y si Gregorio Hikikomori se le lanzara encima, si la atacara con sus espuelas de carey? En la puerta siguen llamando. La madre, en japonés:

—Hijo, hijo, estos señores quieren hablar contigo. Déjalos pasar, abre hijo.
—Por lo menos diga «Preferiría no hacerlo» —comenta (en español) el hombre occidental, divertido por la situación, aburrido de estar allí. Quiere volver a la cocina, es el único lugar donde la madre le deja fumar. Se da media vuelta, empieza a caminar hacia la cocina. Va diciéndose:

—Bartlebly, ese hikikomori a lo Kafka anterior al mismísimo Kafka, fue un padre fundador, errante y escribiente, pero sin duda fundador. La vuelta a la imagen en el espejo, al significante atado a un significado empieza quizás por saturación, empieza quizás en los dominios donde el lenguaje es más tirano, allí donde las palabras no descansan, donde el todo de lo imaginario se divide, estalla y donde nada es lo mismo. Bartlebly, saturado, se anuló como respuesta, y dejó de perseguir el deseo, y se convirtió en una máquina, en una bella foto. Ya le no importaba relacionarse con las estructuras del poder, con el lenguaje y sus enredos. Las sutilezas y los entuertos legales que se abrían ante él no tenían significado. Eran un vacío, su espejo, su imagen. Porque eso era Bartlebly, un montón de palabras vacías, la foto de una página escrita es un idioma desconocido. Por eso, a la hora de entrar en el flujo de los significados, de hablar, de interactuar con los poderes, surgía la negación, el «preferiría no hacerlo». Bartlebly no articulaba el lenguaje, lo fotografiaba; en 1856 lo fotografiaba. Recordemos que Lewis Carroll se encontró con la fotografía ese mismo año. La fotografía era uno de los «gadgets» de la época, el último grito de moda, el futuro. Carroll, amante de niñas, perfilaba el porvenir del erotismo, del deseo, de la perversión de la imagen en aquellas fotos de niñas que comenzaron vestidas y terminaron desnudas. Bartlebly también perfilaba un futuro, el de los hikikomori, y lo hacía al convertirse en una fotografía de sí mismo: un texto vacío, una masa sin significados, tan sólo una imagen. ¿Leerse? «Preferiría no hacerlo». Preferiría no serlo.




Todo es líquido, en el sueño todo es una inmensidad líquida, un reloj gigante y blando, y él sueña que es una chica hermosísima que sueña. La chica—hermosísima y que sueña— se llama Eri y tiene dos meses o quizás dos siglos dormida en su habitación. Él se ve soñando, se ve Eri, y siente que ella es tan líquida como el mundo donde se encuentra; así que se acuesta sobre ella, como si fuera a hacerle el amor, pero en realidad se hunde. Se hunde dentro del cuerpo de la hermosísima Eri. Ahora es totalmente ella. Ahora va por el flujo de sus sueños. Ahora navega, ahora descubre que Eri sueña que es Gregorio Hikikomori, un bicho con espuelas de carey, el avatar de un muchacho que no sale nunca de su cuarto, que debe soportar las constantes llamadas a la puerta de su madre, de un occidental vehemente y de un japonés guarro de nombre Ryu. Un muchacho, en fin, que a su vez sueña que es una hermosísima chica de nombre Eri y que está enamorado de un avatar idéntico a Eri, colegiala de colitas parada en la puerta del cuarto de su avatar Gregorio Hikikomori.

En el afuera de afuera llaman a la puerta. Alguien pregunta: «¿Cuántos Murakamis caben en un texto?» Pero él no quiere despertar, o no quiere dormir, o no quiere soñar, o no quiere mirar el reloj, ni saber qué hora es ni en qué parte del mundo se encuentra. Sobre todo ahora, ahora que en la habitación de Gregorio Hikikomori la chica de las colitas, la chica de ojos grandes, la hermosísima, se está dando vuelta para irse de nuevo. El bicho se adelanta, sale de su esquina, y escribe-dice: «Eri, espera». Ella se detiene por un instante, lo ve, sale. Gregorio Hikikomori llega al umbral y ahí lo golpea la inmensidad, algo así como un cielo, un firmamento. Ve las piernas de la chica, sus pies en el aire. «Eri, espera que yo no sé volar», pero ella ya no está.
 La rubia tetona del strapon la ha dejado mensajes en la máquina contestadora y en el celular. Ella no ha devuelto las llamadas. Ella, tan sólo ella, sin su nombre de actriz porno. Ella en vuelo, ella sin su cuerpo, esa molicie repulsiva de carne, siliconas, intestinos, agujeros, secreciones. Su cuerpo tuvo suficiente de aquella realidad —virtual— de luces y cámaras. Ella lo puso a jugar esos juegos, le regaló tiempo y lo dejó hacer. En video han quedado registradas tales aventuras. Ahora le toca ella. A ella sin cuerpo, a ella sin nombre porno. Quiere perderse, olvidarse, volar libre de vicios. No obstante, en ella persiste una idea. Siente que necesita volver al Infierno Otaku Superflat. Quizás se trate realmente de un infierno; pero por experiencia sabe que se puede anhelar la eternidad de los infiernos, y entregarle el dominio absoluto del espíritu al cuerpo, esa bestia egoísta, siempre hambrienta, friolenta, picosa. Alguna vez su cuerpo llegó a ser una persona ajena a su conciencia. Su cuerpo fue otra persona, una tercera persona. O eso creyó ella. Ahora descubre con cierto horror que su mente también anhela el placer del vicio, y que, por lo tanto, el cuerpo sólo había sido una vía, una cáscara donde se había transferido el ansia del placer que radicaba en su mente. Una vez eliminado el cuerpo, una vez cortados los cordones la necesidad del placer se ha instaurado en su lugar originario.

Ella busca en esa necesidad, hurga con ojos clínico y le empieza a ver una silueta, una forma. Se trata del bicho. El bicho del cuarto. El bicho que la llamó Eri, que le quiere imponer un nuevo nombre, como alguna vez le impuso el de Angelina Sweet y se lo alojó en su cuerpo. Pero esta vez será distinto. El bicho, esa parte de su mente enferma, por fin está a su alcance. Sólo tiene que ir a buscarlo, sólo tiene que enfrentarlo, hacerlo desaparecer, y entonces ya no más Angelina Sweet, ya no más Eri ni nada oneroso. Quizás hasta pueda recuperar su nombre, aquel que tuvo cuando niña. Ella quiere su nombre verdadero, quiere volver a ser ella antes de todo. Ella la que imaginaba mundos fascinantes donde no existía el dolor, ni la necesidad urgente del placer, o del vicio, o de la muerte.




Él ya no sabe si sueña o si está jugando. Sólo sabe que Eri ha regresado, y que su avatar deforme está allí, en una esquina, temeroso de salir de nuevo, temeroso de perderla. Entonces ella entra en la habitación, un poco más, un par de pasos y se detiene. «Hola, soy Eri, ¿me recuerdas?», dice-escribe a través de la ventana de diálogo. Gregorio Hikikomori tiene miedo, no sabe qué pensar. ¿Será ella un nuevo enemigo, uno más mortal que el mismísimo padre? ¿Por qué se hace llamar Eri? ¿Qué quiere, qué placeres busca, qué muertes anhela? No puede entender las motivaciones de la chica. Él es un bicho feo, un bicho malo que ha matado a sus familiares y que los tiene bajo la cama para alimentarse de ellos cada vez que baja su nivel de energía. ¿Será piedad lo que siente? Nada peor que la piedad, ese parapeto de palabras cargado de lástima e interés propio. Él ya lo vivió, afuera, en el mundo de afuera, en los pasillos y los salones. Los profesores y la piedad. Alguna chica y la piedad. Gente que necesita sentirse buena, que se acerca a los marginados para estar bien con ellos mismos. Conoce a las chicas de la piedad, las conoció en la escuela. Chicas lindas que se imponen una misión; la de curar, la de reformar a un idiota, a un bicho social. Es un momento de sus vidas, cuando de pronto están mal, cuando algún novio las deja y se sienten despreciadas, solas, feas. Entonces la identificación con el bicho se vuelve algo natural, y al bicho se acercan, al bicho intentan comprender, hacerlo regresar al mundo del lenguaje y los gestos de la normalidad. Ellas quieren sentir que poseen un alma caritativa, grande, merecedora de mil perdones. Si su alma es hermosa, su cuerpo y su rostro también han de ser hermosos y merecedores del perdón de todas las bocas del universo. El bicho no es más que la crisálida, el reducto de la expurgación donde nadie las verás hasta que estén listas. Entonces, al bicho habrán de romper para salir, para ellas ser de nuevo luminosas. Para ellas pertenecer de nuevo. Sin el bicho, claro, que ha quedado desgarrado, destajado, en una esquina, en la esquina de los dolores, sin haber probado la delicia, sin haber entendido nada, o quizás, si acaso llegó a obtener un vestigio de lo insinuado al principio, totalmente enfermo, enfermo para siempre, marcado por el recuerdo de la cercanía de unos bellos ojos, de unos labios, de un olor, de un sabor de piel.

«Ven», dice-escribe ella. «Ven», y él sale, hipnotizado, ajeno a sus desconfianzas. Ella se inclina, una rodilla en el piso, y lo toma entre sus manos, se pone de pie y se lo lleva fuera del cuarto. Se encuentran sobre una cornisa y ante un espacio inconmensurable abierto a las construcciones. Conocía algo de aquel firmamento, pero ignoraba la cornisa y la verdadera magnitud del espacio. No sobra tiempo de ver mayor cosa; ella da un salto y comienza a volar.

Él sigue sin saber si sueña a que juega, o si juega a que sueña. Vuela y está enamorado. De eso no le cabe duda, está enamorado y es lo único que importa. Él y su avatar, él y Gregorio Hikikomori están enamorados. Siempre le tuvo miedo al vuelo, pero ya no es así. Ahora volar y amar son verbos relacionados, fundidos. Son lo mismo y explican el universo. Volar y amar. Todos vuelan a su alrededor. Miles de avatares vuelan, sobre mares, ciudades, espacios virtuales increíbles, lugares donde lo viejo y lo nuevo se funden, lugares donde el tiempo no tiene cabida, donde todos los espacios son uno solo y donde la unidad es eternamente nueva. Lugares que sólo pueden ser alcanzados por la falta de gravedad, lugares que sólo existen para la ley que no conoce las palabras: la ley del amor.

Eri, la chica misteriosa y fascinante, lo lleva en su regazo, sonríe, voltea a mirarlo constantemente, con ojos grandes y hermosos, hermosísimos. Y él está enamorado. Él y su reflejo, él y Gregorio Hikikomori.




El hombre occidental —¿o accidental?— fuma en la cocina. El japonés de nombre Ryu se clava agujas de acupuntura en el brazo. La madre ha ido a llorar a otra parte. El hombre occidental dice:

—A ver, nipo, escucha esto: Un hombre se compró un juego de computadora que se llamaba La mansión del hombre feliz. En ese juego siempre había fiestas y orgías. El hombre le mostró el juego a su mujer, y su mujer vio al avatar de su marido teniendo sexo con chicas tetonas, de cinturas estrechas y piernas y cabelleras largas. A su mujer le pareció divertido ver al avatar de su marido teniendo sexo desenfrenado con un montón de muñecas 3D. Era como ver a un niño con juguete nuevo; era incluso, tierno en su morbo. Al cabo de un tiempo, el hombre se cansó de La mansión del hombre feliz y se puso a jugar uno de esos juegos en línea. En ese juego, el avatar de ese hombre asistió a una disco, allí conoció a una chica, un avatar de otra persona, posiblemente una mujer. Estuvieron bailando y conversando, y al final sus avatares tuvieron sexo. El marido le contó la aventura a su mujer. ¿Sabes qué pasó? Su mujer se enfureció, tuvieron una terrible discusión, y a la postre se divorciaron. El hombre, cabe destacar, no volvió a ver a la avatar con la que había tenido sexo virtual, ni tampoco conoció a la mujer de carne y hueso que estuvo detrás de esa avatar; si acaso era una mujer. Me puedes explicar, nipo, me puedes explicar, ¿dónde radica la diferencia? ¿Por qué una cosa le parecía a su mujer graciosa y la otra fue motivo de divorcio? Al final, eran muñequitos hechos en computadora, ¿o no? Dime, nipo, dime. ¿No son la misma cosa? ¡Jolines, di algo!

El japonés de nombre Ryu se encoge de hombros, se quita las agujas, se lame la sangre y se queda mirando por la ventana, sin responder, como si no fuera con él.


Ella entra y cruza el infierno en diagonal. Él mira hacia los lados y la mira a ella. Se le queda viendo en su absoluta entrega. Ella baja la mirada y fija sus ojos en él, sus ojos grandes, brillantes. Ambos sonríen. Él vuelve a mirar a su alrededor, aquel universo lleno de colores contra un fondo blanco descomunal.

—El infierno Otaku Superflat —dice-escribe ella.

Círculos, globos, colmillos, patas de insectos, manchas de salsa y de sangre sobre los hiper muñecos.

—A mí me parece hermoso —responde él.

Prótesis, tetas enormes, piernas durísimas, boquitas consentidas, ojos grandes.

—Es un inmenso vacío. Se dejaras de volar, caerías y caerías.

Pantaloncitos cortos, zapatitos de goma, clinejas, falda escolar.

—Yo no sé volar, nunca he volado.
—Lo sé, me lo dijiste.
—Nunca aprendí. Siempre he estado bien así; si me mirará en el espejo sería yo mismo. Y eso me enorgullece. He encontrando mis imágenes, he vuelto a ellas.
—No quiero que me vuelvas a obligar con otro nombre.
—¿Con otro nombre? ¿Obligar a qué?
—No quiero ser Eri. Yo no soy Eri, ni el cuerpo de Angelina Sweet —hace una pausa, lo ve con ojos de ternura que sólo son un simulacro, y prosigue—: Te has convertido en un vicio feo. Cuando la búsqueda del placer llega a esto que eres, se convierte en un vicio. Yo no quiero esas imágenes. Las imágenes del vicio son falsas, virtuales, y hacen daño. No son estos espejos engañosos los que necesito. Me has engañado todo estos años.
—¿De qué hablas?
—Sabes de lo que hablo.
—Otra vez el lenguaje, otra vez las palabras perdiéndose en la mente.
—Placer, muerte, vicio, locura. Tú eres la verdadera tercera persona, la tercera persona en esencia. Eso eres.

Él sospecha que no hay salida, que no hay salvación. En esa chica hay un ardor, un resentimiento profundo. Se le siente en sus palabras, en su barbilla alzada hacia la distancia, como quien ve el ocaso de sus enemigos, un futuro sin ataduras. Se le nota, sobre todo, en la manera cómo afloja el regazo.

Él piensa que debe preparar sus espuelas, que debe atacarla, herirla de muerte, no dejar que pase lisa por aquella situación. Pero está confundido; la sensación de enamoramiento no termina de disiparse y el instinto del odio no ha calentado lo suficiente sus patas mortíferas.

Demasiado tarde.

Ella lo suelta.

Y él comienza a caer.

A caer a través del vacío de los colores. Del vacío de los colmillos. Del vacío de los globos. Del vacío de las miles de flores. Del vacío de las pantas de los insectos gigantes. Del vacío de las manchas de salsa y de sangre. Del vacío de las prótesis. Del vacío de los nalgas y las piernas durísimas. Del vacío de las tetas poderosas. Del vació que sólo conoce la mecánica de la caída. Cae, cae tanto que ya no cae. Que ya no hay figuras, que ya no hay colores. Que ya todo es blanco. Que la máquina queda colgada. Colgada y él colgado. Sobre la alfombra, fetal, los ojos cerrados. ¿Respira? Llaman en la puerta. La madre llora, suda, se le marcan los senos en el vestido sudado. El occidental accidental fuma en el pasillo; su humo es una niebla que llena toda la casa. El japonés de nombre Ryu se pinta las uñas de verde y mira a la madre llorosa; la mira con ganas, le mira el vestido sudado, le mira los senos y los pezones y tiene una erección. Suena el teléfono en casa de Angelina Sweet. Ahora suena el celular. Angelina Sweet en el piso, fetal, los ojos cerrados. ¿Duerme? Una muñeca hentai vuela a través del Infierno Otaku Superflat. No encuentra la salida. Vuelve a sonar el teléfono de casa. Cae la contestadora. La tetona del strapon deja un mensaje. Dice que quiere repetir la experiencia, pero en privado. Que la llame. Cuelga.




Cuelga y todo se cuelga.

Y sólo queda la imagen de un niño que se mira al espejo.

Y la imagen de una niña que también se mira al espejo.

2 comentarios:

  1. ...algo, inalámbrico, operaba ya dentro de ella desde aquel último y promiscuo ayuntamiento... CONTINÚA...

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  2. Excelente historia! Narrada de una forma muy original, me hizo recordar un poco al anime Serial Experiments Lain. Un tema muy interesante y una realidad en países muy desarrollados. Felicidades!

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